Israel: 22-03-2022, baño en el Mar Muerto y aves nocturnas

Descendimos satisfechos del Wadi Salvadora.

Ferran, nuestro guía, nos había prometido un baño en el Mar Muerto para todos aquellos valientes que quisieran vivir aquella experiencia. Este inmenso lago, situado en una depresión a cuatrocientos metros bajo el nivel del mar, apenas alberga vida (no hay peces en absoluto) debido a su alta salinidad: era una muy mala idea bucear en él o tragar agua. Ambas cosas podían provocar problemas muy serios, incluso la muerte.

En contrapartida, tanta sal facilitaba mucho el flote de los cuerpos, y además apenas había gente, así que teníamos mucho mar para nosotros solos. Ante tal panorama no pude negarme y fui uno de los pocos osados que se bañaron.

Bajamos hasta la orilla. Yo estaba muy ilusionado. Como éramos previsores ya habíamos venido con el bañador puesto bajo los pantalones -Ferran, nos lo había recordado el día anterior-. Así que me quité la ropa y comencé a caminar mientras el agua quieta, sin olas, me lamía primero los pies y luego los tobillos. Estaba tibia, así que el tema de la temperatura no iba a ser traumático. Sin embargo, descubrí que a la alta salinidad se le sumaban dos problemas más: el lecho estaba formado por pequeñas rocas totalmente cubiertas de cristales de sal que podían producir cortes en caso de caída, y además, como si este mar estuviera deseando extremar y magnificar hasta el límite sus amenazas, estas rocas eran al mismo tiempo muy resbaladizas.

Así pues, caminé entusiasmado durante unos metros hasta que pude flotar libremente y, por supuesto, me hice el muerto en el Mar Muerto, cosa muy sencilla, ya que, como he dicho, tanta sal ayudaba a no hundirse. De hecho, era muy difícil mantenerse vertical: floté como una tabla a placer durante un rato, pero cuando quise incorporarme y tocar de nuevo el lecho con los pies tuve serias dificultades. Mis piernas tendían a levantarse y tuve que esforzarme. Me sentía como un muñeco de esos que siempre volvían a su posición aunque los tumbaras, solo que al revés.

De izquiera a derecha Daniel, Artur y yo. (c) Ferran López

Habíamos dejado en la orilla la ropa y los móviles. Ferran, se quedó vigilándolo todo -y también, por supuesto, vigilándonos a nosotros-. Le pedí que nos hiciera algunas fotos. Mientras nos las hacía pensé que sería buena idea que yo hiciera también alguna foto desde dentro mismo del mar. Quería una imagen de la superficie de las aguas y el horizonte desde el punto de vista de alguien que se estuviera bañando.

Me acerqué cautelosamente a Ferran para no caerme. Éste alargó el brazo y me pasó mi teléfono. Regresé caminando con lentitud a mi posición inicial y para mi sorpresa descubrí que no podía desbloquear el aparato ya que tenía los dedos húmedos. Estaba mojando la pantalla con agua salada. No había sido una buena ocurrencia. En un alarde de genialidad, decidí secarla frotándola contra la coronilla, donde, esperaba, mi pelo hiciera el papel de toalla improvisada. Por desgracia mi pelo también se había mojado y además comenzaba a mostrar una gran cantidad de sal a medida que la humedad comenzaba a evaporarse. Quedó claro que había sido una mala idea. Ahora tenía el móvil empapado y sazonado.

Disfrutamos durante un par de minutos más de un último baño y nos dispusimos a salir del agua, pues el tiempo se nos echaba encima. Regresar al medio terrestre fue aún más peligroso. A medida que nuestros cuerpos emergían paulatinamente, mojados y resbaladizos, se hizo aún más difícil mantener el equilibrio. Tuve la sensación de que parecíamos un atajo de zombis lentos, con los brazos estirados para no caer, alternando cada paso con una pausa, hasta haber afianzado bien el pie.

El regreso de los muertos vivientes. (c) Ferran López


Finalmente lo logramos. Sin duchas para quitarnos la sal, tuvimos que vestirnos con ella en el cuerpo. Tampoco había toallas para secarse -yo al menos no había traído-, pero eso no me importaba mucho: la humedad desaparecía con rapidez.

De regreso al vehículo los compañeros que esperaban me miraron extrañados. Me pregunté que veían en mí, pero enseguida lo descubrí: tenía la cara blanca. Era normal, puesto que, aunque no me había sumergido, sí me había pasado las manos mojadas por la cara en repetidas ocasiones, como si estuviera aplicándome un tratamiento de belleza.

Reemprendimos la marcha y nos dirigimos hacia el sur, hacia las lagunas de Heimar, situadas a unos cincuenta kilómetros de distancia. Íbamos a intentar encontrar gorrión del Mar Muerto y carricero estentóreo. Durante el trayecto noté algunas molestias e irritación por todo el cuerpo debido a la sal depositada en la piel... molestias especialmente notorias en la entrepierna. Como parecían ir a más, comencé a removerme incómodo en el asiento.

A través de la ventanilla Jaume nos señaló Masada, en lo alto de la meseta, a nuestra derecha. Debo reconocer con algo de vergüenza que sé muy poco de historia, así que le pedí que me explicara de qué se trataba. Me habló de la guerra entre romanos y judíos dos mil años atrás y como estos últimos, asediados en Masada, decidieron suicidarse ante la inminente derrota. Comprendí que se trataba de un lugar especialmente importante.

Una vez en las lagunas de Heimar recorrimos unos doscientos metros con suerte variada: los gorriones no se dejaron apenas ver, pero sí escuchamos varios carriceros. Yo sentí alivio en el cuerpo al caminar, pero no duró mucho tiempo. Regresamos a las furgonetas y continuamos nuestro periplo hacia el sur. Eran casi las cinco de la tarde y habíamos quedado con un guía local, Barak Granit, quien iba a intentar mostrarnos las primeras aves nocturnas de nuestro viaje.

Barak nos esperaba en el kibutz Neot Hakikar, a unos veinte minutos de distancia. Nos explicó un poco que es lo que esperábamos encontrar. En el mismo kibutz íbamos a tratar de ver chotacabras nubio. Más tarde, con noche ya cerrada, nos desplazaríamos hasta otro lugar para buscar cárabo árabe.

El sol ya se estaba poniendo, así que el primer intento se realizó allí mismo, de pie junto a los vehículos, en medio de un camino. Es bien sabido por los ornitólogos que este grupo de aves gusta de posarse en medio de pistas forestales y similares. Estuvimos un buen rato esperando, en silencio, hasta que el propio Barak lo rompió y anunció que íbamos a conducir por el interior del kibutz. Recorreríamos los campos cultivados surcados por decenas de caminos para ver si teníamos suerte.

Estuvimos dos horas sentados en las furgonetas. Pasamos por los mismos lugares una y otra vez. Curiosamente, yo alternaba un escozor dolorosísimo en mis partes con un sopor que en algún momento me llevó a un sueño profundo, pero que apenas duraba unos segundos. Me despertaba de golpe, notaba la irritación en la entrepierna, me acomodaba de nuevo los genitales y el bañador, me removía en el asiento y miraba a través de la ventanilla y el parabrisas. La pesadilla iba para largo.

De vez en cuando Barak detenía su coche porque algo le había llamado la atención, pero la mayoría de las veces se trataba de falsas alarmas. Durante nuestra búsqueda, sin embargo, pudimos disfrutar a placer de un hermosísimo chacal que se paró frente a nosotros en un campo de cultivo. Todos nos apelotonamos como pudimos hacia delante desde nuestros asientos para poder contemplar a aquel mamífero tan exótico para nosotros.

Chacal dorado - Canis aereus. (c) Eduard Villar

Finalmente, el chotacabras nubio se apiadó de nosotros y dos ejemplares se posaron junto a unas huertas. En ocasiones alzaban el vuelo, se alejaban varios metros en vuelos rápidos y circulares y regresaban al mismo punto. Iluminados con los focos de las furgonetas, sus ojos rojos brillaban como rubíes. Extasiado, olvidé mis penurias durante varios minutos, y hasta parecía que podía sobreponerme a todo.

Chotacabras nubio - Caprimulgus nubicus. (c) Eduard Villar

Cumplida por fin la primera parte de la misión, decidimos desplazarnos hasta el cañón en el que debíamos hallar al cárabo árabe. No estaba muy lejos de allí, pero durante la conducción descubrí que yo no me había sobrepuesto a nada. El escozor seguía allí y alcanzaba puntos insoportables. Mientras me removía por enésima vez en mi asiento e intentaba separar el bañador de la piel llegamos a una gasolinera en la cual paramos para repostar y aprovechar para comernos los bocadillos que habíamos comprado por la mañana y que habíamos guardado para aquella frugal cena. La comida me sentó de maravilla, me sentí revivido, aunque seguro que buena parte de la culpa se debía al hecho de que comía de pie junto a los surtidores y no sentado. Mi trasero no quería saber nada de reposo.

Pero había que ir a buscar al cárabo, así que entré de nuevo en la furgoneta, como un valiente guerrero, como un auténtico machote, aunque lo de machote, según parecía por lo que sentía ahí abajo, empezaba a peligrar.

Poco después llegamos a nuestro destino y aparcamos. De nuevo la magia de la observación de la naturaleza salvaje hizo su efecto. Como si nada ocurriera, presté el cien por cien de mis sentidos al disfrute del momento. Barak realizó con su voz una imitación muy convincente del reclamo de un cárabo árabe y, casi al momento, un ejemplar le respondió.

Resultó que se trataba de una pareja, y tras desplazarnos todos juntos camino arriba y camino abajo, moviéndonos compactos como una melé de rugby, localizamos la pared desde la cual nos vigilaban ambas aves. Se hallaba a algunas decenas de metros, pero no queríamos aproximarnos más por temor a molestarlas. En su lugar preparamos un telescopio e hicimos una improvisada cola para observar al cárabo por turnos de unos pocos segundos. Barak se encargaría de iluminar la pared con una potente linterna.

La encendió e iluminó al búho que nos miraba fijamente. Rápidamente desfilamos todos por el telescopio y tuvimos que darnos por satisfechos, ya que no íbamos a incordiar más a aquellas impresionantes aves.

Cárabo árabe - Strix hadorami. (c) Eduard Villar

Volvimos a las furgonetas, le dimos las gracias a Barak y le deseamos lo mejor. Subió a su vehículo, nosotros a los nuestros, y cada uno siguió su camino. Nos esperaba un largo camino hasta Eilat, casi dos horas de viaje que por supuesto sufrí en silencio, pero esperanzado ante la ya cercana finalización de aquella espectacular jornada y por lo tanto de la llegada al hotel y al baño de la habitación, donde podría lavarme y ser por fin... libre.

En efecto, una vez en la ducha me quité el bañador y observé con atención los daños producidos. A pesar del enrojecimiento no parecía nada serio. Podría seguir viendo pájaros. Me lavé con fruición y conseguí retirar toda la sal: el alivio fue enorme.

Ya en la cama dormí como un niño hasta la mañana siguiente.

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