Israel: 21-03-2022, en busca del alzacola negro

Resultó que muy cerca de donde habíamos estado disfrutando de la fauna del desierto había un kibutz llamado Neot Smadar. Un kibutz es una comunidad agrícola judía. Por lo que entendí, eran más o menos autosuficientes y normalmente no aceptaban visitantes, salvo que alguien de dentro los acompañara.

En sus afueras, sin embargo, había un restaurante abierto a los turistas. Ofrecían muchos platos, pero toda la información estaba en hebreo y tuvo que atendernos una amable mujer que se comunicó con nosotros en inglés.

Casi todo lo que había era vegetal y, hambriento como yo estaba, me decanté por lo que más me apetecía en aquellos momentos: una hamburguesa. No estaba hecha de carne, me explicó la mujer. Era una hamburguesa vegana, "very good", me dijo. La creí y me la comí (a la hamburguesa, no a la mujer) en el patio trasero del restaurante junto a mis compañeros de viaje, acompañándola de una cerveza que no pude evitar pedir: era de colores bonitos y tenía un risueño zorro pintado en la etiqueta.

Todo me supo exquisito.

Foto hecha por Ferran López, nuestro guía.

La cerveza y la hamburguesa. Estaba realmente "very good".

Con el estómago lleno decidimos hacer la digestión dando un agradable paseo por unos campos situados en los alrededores del kibutz, adornados aquí y allá con algunos matorrales e incluso con algún tímido bosquecillo. Eran las 13.40 de la tarde y estuvimos rondando por ahí durante más de una hora.

A pesar de hallarnos en Israel y rodeados de desiertos por todas partes, durante los primeros días no pasamos nada de calor. Al contrario, yo iba siempre con pantalón largo y una chaqueta de invierno para protegerme de las temperaturas algo frescas. Así había sido, incluso hasta aquella misma mañana en Uvda Valley. Sin embargo, durante aquellas horas de sobremesa subió la temperatura. El sol caía implacable sobre nuestras cabezas y el relajado paseo se convirtió en un buen reto: la comida bajó pero sudamos un poco.

No tardamos en encontrar las primeras aves: golondrinas dáuricas, cogujadas comunes, las habituales currucas zarcerilla y capirotada... Pude conseguir mis primeras fotografías válidas como testimoniales de una rapaz que me ilusionaba especialmente, la subespecie vulpinus del ratonero común: el ratonero de estepa. No quedaron muy enfocadas, pero para mí ya era todo un hito. Sus colores rojizos y su fino barrado eran patentes.

Ratonero de estepa (Buteo buteo vulpinus). Un animal precioso.


Detectamos también águilas pomarina y esteparia, sobrevolándonos a gran altura en su viaje migratorio hacia el norte; prinias, colirrojos reales, tórtolas senegalesas, collalbas isabel, cernícalos primilla, un gavilán común... la lista de aves era larga y estuvimos entretenidos. Las joyas fueron un zarcero pálido (Iduna pallida) y varios ejemplares de escribano ceniciento y hortelano.

Escribano ceniciento - Emberiza caesia

Escribano hortelano - Emberiza hortulana. La siguiente es una foto de poca calidad, pero es que me encantan los colores de este animal. Estoy enamorado de su cabeza verdosa.

Otro ejemplar.

Regresamos a nuestros vehículos y reemprendimos la marcha.

Llevábamos ya varios días buscando aves, y habíamos conseguido observaciones de algunas tan interesantes y asombrosas como la calandria picogorda, el gorrión del mar Muerto o el abejaruco esmeralda. Llegaba el momento de otro de los platos fuertes: el alzacola negro. Se podía decir que por primera vez durante aquel viaje, en lugar de ir a buscar varias especies en un hábitat situado en un terreno algo amplio, íbamos a buscar una única ave en un punto concreto.

El alzacola negro es eminentemente africano. Ocupa el Sahel y Arabia Saudita, mientras que en Israel es posible observar unos pocos ejemplares desde hace algunos años. De ahí que tuviéramos tanto interés en encontrarlo.

Nos dirigimos al kibutz Samar, que no se hallaba muy lejos de donde habíamos comido y al cual llegamos pasadas las tres de la tarde. Aparcamos las furgonetas y nos pusimos a buscar el pajarillo entre las viviendas. El aspecto del lugar me recordaba a la zona de bungalows de un camping. Parecía un trabajo fácil.

Resultó que no teníamos ni que caminar. A los pocos metros de donde habíamos aparcado Ferran nos indicó que nos hallábamos en el punto en el que se solía ver el alzacola. Solo teníamos que esperar.

Así que esperamos.

Y esperamos...

Y comenzamos a impacientarnos.

Yo empecé a echar vistazos tras de mí, por si el pequeñajo se estaba riendo de nosotros a nuestra espalda, pero no era así. Decidimos llevar la espera a otro nivel. En lugar de permanecer de pie, nos sentamos en el suelo, en un corro irregular. Como a unos pocos metros se hallaba una construcción de palos de madera que recordaba un poco a un tipi indio, dábamos el aspecto de un grupo de pieles rojas rumiando en silencio alguna cuestión muy importante.

Alzacola escondido, ¡nosotros esperar! ¡Jau!

De vez en cuando pasaba algún habitante del kibutz junto a nosotros, por el camino, mirándonos con sorpresa.

Tras cuarenta minutos tan solo habíamos descubierto un pechiazul que hacía que nos diera un vuelco el corazón cada vez que aparecía, lo cual hizo unas cuantas veces. El tiempo seguía transcurriendo y, ante la falta de resultados, algunos de los componentes del grupo se desperdigaron un poco por las cercanías para tratar de hallar a la escurridiza ave. Finalmente, cerca de las cuatro de la tarde, oímos voces y vimos gente corriendo nerviosa. ¡Lo habían encontrado!

Resultó que estaba muy cerca, a quizá unos veinte metros, al otro lado de la pista principal que atravesaba el kibutz. Corrimos hasta allí y lo vimos. Nervioso como estaba, conseguí a pesar de todo alguna imagen decente. El alzacola rebuscaba alimento tranquilamente por el suelo. Se movía unos metros por el suelo y realizaba un corto vuelo hasta lo que fuera, tal vez, el jardín de la casa vecina. Pero siempre deambulaba por la misma zona.

Pero lo mejor estaba por llegar. Cuando ya nos marchábamos, satisfecha ya nuestra ansia, el ave decidió rodear una casa y posarse a nuestro paso, parándose durante unos largos minutos en la ramita de un arbusto. Pudimos observarlo, fotografiarlo y filmarlo a placer, en lo que fue uno de los grandes momentos del viaje. La espera había valido la pena.

Pista de acceso al kibutz. Buscábamos en el lado equivocado.

Alzacola negro (Cercotrichas podobe), bimbo número 41.

Terminamos la jornada en la playa, donde sufrí las consecuencias del viento: si tu objetivo es la mirar pájaros, tener el pelo largo y llevarlo suelto es una mala idea. No sabía dónde había metido mi goma para recogerme mi larga melena en una bonita cola (posiblemente se hallaba enterrada en un rincón de la mochila o en algún bolsillo de alguna prenda de ropa), así que tomé nota mentalmente: a la que pudiera debía comprar más gomas del pelo porque podía ser un suplicio pasar decenas y decenas de horas luchando contra cabellos obstinados en hacerme cosquillas en la nariz y en cruzarse frente a mis ojos cuando quería mirar algo.

Salí más o menos airoso de la batalla y, bajo los rayos de la puesta de sol contemplé varias gaviotas: picofina, reidora, ojiblanca, sombría e incluso alguna del Caspio (Larus cachinnans). Nos sobrevolaron varios bandos de anátidas y una solitaria cigüeña negra.

En la arena paseaba una garceta dimorfa y en la desembocadura de un canal cercano buscaba su sustento una garcilla azulada (Butorides striata). Era la primera observación que obteníamos de esta especie durante nuestro periplo por Israel, pero no era bimbo para mí: resulta que su distribución abarca también el nuevo mundo, y pude marcarla en mi lista durante mi viaje al sur de Brasil en agosto del 2017, aunque en aquel caso se trataba de la subespecie nominal striata mientras que el ejemplar que observábamos en aquel momento pertenecía a la subespecie brevipes, propia de Oriente Medio.

Uno de mis objetivos primordiales en mi viaje a Israel era el piquero pardo (Sula leucogaster). Un día más se nos resistía, pero su ausencia quedaba sobradamente compensada con el gran número de aves espectaculares que habíamos encontrado durante la jornada.

Como colofón final apareció un delfín giboso índico (Sousa plumbea) a escasos metros de la playa. Más tardes nos informaron de que aquel ejemplar ya llevaba un tiempo rondando aquellas aguas.

Garceta dimorfa (Egretta gularis schistacea)

Ánade rabudo (Anas acuta)

Gaviota ojiblanca (Ichthyaetus leucophthalmus)

Garcilla azulada (Butorides striata brevipes)

Y terminamos por aquel día. Volvimos al hotel para dejar todos los aparatos y disponernos a cenar. A pesar del hambre que tenía no pude acabarme la enorme pizza que me pedí en il Pentolino, restaurante que ya habíamos visitado alguna noche anterior.

Éste era el aspecto de nuestro hotel.

Y éste era el aspecto del hotel que teníamos enfrente. Una calle colorida.

Camino al restaurante.

Il Pentolino.

No me la pude acabar.

De nuevo en el hotel, nos dispusimos a descansar. Antes de meterme en la cama me duché y estrené el adorado champú que había adquirido por la mañana. Como ya he comentado, tengo el pelo muy largo, y con rizos. Si no lo lavo muy a menudo se me enreda y se me forman unos nudos tremendos, lo cual es bastante incómodo y desagradable. Además, una buena melena, si no se puede lucir no sirve de mucho. Así que, me dispuse a poner fin al problema y a disfrutar del momento y de la maravillosa sensación de tener el cabello bien limpio. Me las prometía muy felices. Sin embargo, descubrí que las hojas verdes dibujadas en el envase no habían presagiado nada bueno. Fuera mentol o cualquier otro producto lo que contuviera, el  caso es que el jabón me provocó un escozor en los ojos que no había sentido desde niño.

Me lavé el pelo como pude (a ciegas). Con mis siete dioptrías de miopía y los ojos entrecerrados el hecho de moverme por la pequeña ducha se convirtió en un drama. Minutos antes pensaba que me iba a sentir como esas modelos del pelo Pantene que mueven la cabellera a cámara lenta en los anuncios de la televisión, pero en cambio lo que conseguí fue parecerme más bien a un boxeador que hubiera recibido un par de tortas en los ojos. Sin embargo, al fin logré terminar con éxito la operación: mis ojos estaban llorosos y enrojecidos, pero mi pelo, muy largo, se había desenredado y en condiciones de permitirme dormir. Unos cuantos lavados de cara con agua fresca y quedé como nuevo.

Me metí en la cama sabiendo que el mundo era ajeno al terrible drama que se había desencadenado en aquella ducha.

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