Viaje al Atlántico: Canarias y Salvajes, parte 5


Cuando un servidor navegó por primera vez flipó en colores. Yo había hecho varias salidas de algunas horas para ver aves marinas partiendo desde el puerto de Roses, en Catalunya, pero nada comparado a lo que me tocó vivir en compañía de mis amigos de travesía: Juanjo Ramos, el organizador del viaje, Marga Riera, naturalista y atleta, César Javier Palacios, periodista medioambiental, mis compañeros ornitosectarios Dani y Cristina, y Arturo, el patrón de nuestro barco y todo un personaje.
Zarpamos el 9 de septiembre. Dani había aterrizado en Tenerife el día anterior. Horas después nos reuníamos todos los integrantes de la expedición. La noche la pasamos ya a bordo, repartidos como pudimos en camarotes (parece mentira la cantidad de posibilidades que ofrece un pequeño velero).

Esa primera noche, aún anclados en puerto, fue la más tranquila que tendríamos a partir de entonces hasta nuestro regreso. Dormimos a pierna suelta, e hicimos bien, pues muchos no íbamos a poder descansar con placidez en los días posteriores.

Cristina y Dani en El Mojo Picón

 
 

El interior del Mojo Picón era muy acogedor
 


Compartí camarote con Dani. Los armarios disponían de un dispositivo para evitar que se abrieran solos. Las ventanillas (que aquí recibían otro nombre) debían permanecer cerradas en alta mar.

En el lavabo, para "tirar de la cadena" se debía accionar una bomba de agua que debía permanecer siempre cerrada fuera del uso.





Tras un pequeño repaso a las normas que rigen la vida a bordo, totalmente nuevas para mí, fuimos a repostar combustible. Y una vez lleno el depósito nos hicimos a la mar. Bordeamos los exteriores del puerto de Santa Cruz de Tenerife en dirección al este de la isla, para poder virar hacia el norte y encarar así el aún lejano archipiélago de Salvajes.

Fue "doblar la esquina" y empezar los problemas. Nuestro barco disponía de la posibilidad de navegar a vela o a motor. Los vientos alisios soplaban muy fuertes desde el norte, y tuvimos que tirar de motor en nuestro viaje de ida para afrontarlos. Eso implicó botar continuamente sobre olas que balanceaban nuestra embarcación sin ningún tipo de contemplaciones.

César y Arturo


Dejamos atrás Tenerife. Noventa millas nos separaban de Salvajes.


Tuve el honor de ser el primero en vomitar. Ni biodraminas ni leches. Aguanté hasta poco después de dejar atrás Tenerife. Bajé un momento al lavabo para tomarme la segunda pastilla del día y ese fue mi error. El olor a productos químicos del pequeño habitáculo remató el centrifugado que venía fraguándose en mi estómago. Ascendí los escalones que llevaban a cubierta apartando amablemente en mi camino a Juanjo, y me incliné por babor. Allí iba el alimento para los peces.

Seguramente yo hacía mala cara, porque miré a Dani y su expresión no denotaba nada bueno. Pero resulta que me equivoqué. Su mirada seria no iba dirigida a mí... si no a sí mismo. Se inclinó también por babor y aportó su grano de arena a la situación más tópica que les toca vivir a los no marinos.

No entraré a detallar lo bien que lo pasamos todos alimentando a los animales marinos, si no que pasaré a relatar cosas más agradables. Las primeras aves no tardaron en aparecer. Principalmente se trataba de pardelas cenicientas atlánticas (Calonectris diomedea borealis) -la cual según creo puede que consiga el status de especie, pasando a ser Calonectris borealis-, pero al poco fueron apareciendo también pardelas capirotadas (Puffinus gravis), pichonetas (Puffinus puffinus) y petreles de Bulwer (Bulweria bulwerii).

Juanjo vigila el cielo por si pasa algo interesante.


Más emocionante si cabe fue el avistamiento de los delfines listados (Stenella coeruleoalba) y moteados (Stenella frontalis). Algunos grupos se acercaron hasta nosotros y nos acompañaron a ratos, dejándose observar desde muy cerca, haciendo nuestras delicias y consiguiendo que olvidáramos al instante cualquier malestar que pudiera quedar todavía en nuestros cuerpos (a nivel personal debo decir que el paso de las horas me sentó bien, mi cuerpo se fue acostumbrando al balanceo y no tuve más problemas mientras permanecí en cubierta... otro cantar era bajar a los camarotes).

Hablaba de los delfines. En anteriores ocasiones a lo largo de mi vida había visto algunos ejemplares, a veces desde la costa, lejos, con telescopio, y a veces en las salidas que hacíamos para ver aves marinas, pero nunca hasta aquel momento los había visto tan de cerca, acompañándonos en nuestro trayecto. La sensación es indescriptible. Contemplar aquellas aguas transparentes atravesadas por unos seres tan espectaculares, tan bellos, tan adaptados a su medio era algo que superaba con creces mis espectativas. Imaginaba lo que sería ver delfines... pero solo lo imaginaba, no sabía lo que iba a sentir hasta que los vi. Los miré, saltando, nadando, buceando. El choque del velero con las olas que venían del norte provocaba salpicaduras que se elevaban por los aires. Iluminadas por los rayos del sol de la tarde se descomponían y creaban un arcoiris a estribor. Los delfines jugaban con nosotros. Sentí envidia. Porque aquellos seres eran totalmente libres, y nosotros no.






 

 Delfines y pardela cenicienta

Sin embargo, cualquier sentimiento que apareciera de nostalgia hacia un pasado salvaje, o de rebeldía hacia una civilización que se rige por unas normas, fue rápidamente engullido por el goce del momento. La contemplación de los delfines solo se puede definir como uno de los actos más alegres a los que puede aspirar cualquier naturalista de campo.

Creo que no es necesario que aclare que fue sin duda uno de los mejores recuerdos que guardo de aquel viaje.

Servidor con puesta de sol

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