Brasil 2017: ¡el océano Atlántico!

Y por fin íbamos a ver de cerca el océano.

22 de agosto del 2017

Nos despedimos de nuestras anfitrionas en Jaraguá do Sul, Karen y Kelley, que nos dejaron un recuerdo imborrable con su hospitalidad. Pusimos rumbo al sur. La siguiente noche la pasaríamos en Capão de Canoa, pero íbamos a realizar un par de paradas a medio camino, una en Florianópolis y otra en Torres, dos poblaciones costeras.

Abandonamos Jaraguá y como no podía ser de otra manera tuve que pasar una última vez por la tortura de atravesar aquellos grandes campos inundados (yo los llamaba "arrozales" aunque no estoy seguro de que lo fueran) llenos de aves en los que no pudimos parar ni una sola vez. Seguían allí las cigüeñuelas (Himantopus melanurus).

Aquel día descubrí lo mucho que podía llegar a dar un paseo por la rodovia (autopista en portugués). Realicé algunos bimbos en marcha y sin foto. Observaciones de apenas unos segundos que me permitieron aumentar un poco la la lista de aves detectadas, aunque sin disfrutarlas.

Para empezar, por la ventanilla del coche vi un campo. Y en el campo, una pequeña construcción, como un cobertizo, Y en el tejado del supuesto cobertizo dos rapaces. Pude estudiarlas unos segundos mientras pasábamos a toda velocidad. Aunque no pude quedarme con los detalles, sí pude observar que había un gran contraste entre la cabeza blanca y el cuerpo marrón. Me recordaban al águila calva americana en miniatura, aunque estas dos aves tenían además las partes inferiores blanquecinas también. No puedo asegurar de qué especie se trataba, pero sospecho que se trataba de caracara chimachima (Milvago chimachima). Ya había tenido otros avistamientos similares a lo largo del viaje, aves con las mismas características posadas cerca de las carreteras. Por desgracia siempre aparecían mientras viajábamos en coche.

Pasamos junto a un McDonalds con el logo rojo y amarillo. Me sorprendí de ver aquellos colores y se lo hice saber a mis compañeros de viaje.

- ¿Por qué te sorprendres? -preguntó Pili.

- Porque en Barcelona son verdes, no rojos, si no recuerdo mal.

- No, son rojos.

- No, son verdes -insistí-, creo recordar que cambiaron los colores para dar imagen de comida sana o algo así.

Pili no quedó convencida. Proseguimos nuestro viaje.

Un buen rato después vi algo que planeaba sobre la rodovia, algo que me llamó mucho la atención. Era grande y parecía algún tipo de ave rapaz. Tan solo planeaba. El coche llegó a su altura y la dejamos atrás. Aproveché para echar un vistazo a través del cristal trasero del vehículo. Era negra, y me recordaba a una fragata, un rabihorcado (aunque no me planteé que lo fuera). Me pregunté qué sería.

Resultó que sí era un rabihorcado (Fregata magnificens), ¡vaya si lo era! La cola no me cuadraba puesto que no la veía dividida. Óscar me ayudó: él, a través del parabrisas delantero, sí había podido verla ahorquillada (Henrique conducía, Óscar iba sentado en el asiento del copiloto y Pili, Sílvia y yo ocupábamos los asientos posteriores). Vimos un segundo ejemplar: tenía alas arqueadas y recordaba también a una fragata, jajaja, ¡lo recordaba porque lo era! También planeaba; un simple y lento aleteo rompió la monotonía de su movimiento.

Vimos más ejemplares por la autopista, con el coche siempre en marcha, por lo que no pude sacar ni una sola fotografía. Tenía la esperanza de que se tratara de una especie abundante en aquella costa. Seguramente sería así y podría verla con calma en otro momento.

Pero me equivoqué. En lo que quedaba de día solo fotografié un único ejemplar y además no me percaté de ello hasta mucho después, como se verá más adelante.

Seguimos avanzando. Tras dejar atrás la población costera de Itajaí la autopista ascendió unos metros y pasó junto a unos cortados rocosos y se me presentó otro reto: a través de la ventanilla del coche observé un ave que volaba a muy poca altura, un tipo de vencejo de un tamaño similar al de nuestro ballester (Apus melba). Vi que era oscuro excepto por un collar blanco. Se trataba de un vencejo acollarado (Streptoprocne zonaris) y, por supuesto, no pude conseguir ninguna imagen. Ya de por sí es difícil fotografiar a este tipo de aves en condiciones "normales", pero es prácticamente imposible hacerlo desde un vehículo en movimiento. Además, en casi todas estas observaciones debía escoger entre perder los escasos segundos de avistamiento intentando identificar la especie en directo o intentando fotografiarla para su posterior identificación. Dadas las circunstancias, la elección estaba clara.

La autopista atravesaba el Balneario Camboriú, una especie de Benidorm del sur de Brasil. Una vez lo dejamos atrás comprobé que el paisaje estaba compuesto por una sucesión de grandes lagunas y algunos ríos. En uno de ellos vi una gran gaviota en vuelo, cuyo diseño de la parte inferior de las alas me llamó la atención. Vista desde el coche en marcha me dio la sensación de que tenía una especie de cuña oscura que entraba desde la punta del ala en dirección al cuerpo, al estilo del aguilucho papialbo que tenemos en Europa. Sin embargo en ninguna guía de aves hallé ninguna gaviota con aquel patrón. De lo cual deduje que el movimiento del vehículo me engañó. Sin embargo en los siguientes kilómetros observé otros adultos con el mismo patrón de alas. Sea como fuese, deberían ser gaviotas cocineras (Larus dominicanus). Probablemente aquellas condiciones de luz causaran aquel efecto en las partes inferiores.

La autopista viró un poco hacia al interior alejándose un poco de la costa, la cual ya no veíamos desde hacía un rato. Pero de golpe el océano volvió a aparecer frente a nosotros. ¡No estaba tan lejos como yo creía!

En el lado oeste de la autopista (en el "lado de montaña"), en una charca, vi un pato muy parecido a nuestro ánade real o azulón. Ahí quedó la cosa.

Encontramos unas cuantas de éstas por el camino.

Llegamos a Florianópolis, capital del estado de Santa Catarina. Se trataba de un bello lugar, una isla muy cercana a la costa. Las carreteras salvaban los escasos centenares de metros que la separaban del continente a través de unos puentes bastante grandes. Aunque uno de ellos, el Hercilio Luz, el puente colgante más largo de Brasil, estaba cerrado al tráfico desde hacía décadas por su mal estado y se hallaba en pleno proceso de restauración (hoy día, en el año 2021, el puente ya es operativo tras su reapertura el 31 de diciembre del 2019).

El puente Hercilio Luz.

La visita fue corta y me dejó muy pocas aves. Desde el coche pude ver charranes que me recordaban a los patinegros europeos por tamaño, vuelo y manera de zambullirse. No pude identificarlos, pero nunca me abandonaba la esperanza de volver a toparme más adelante -y en mejores circunstancias- con todas aquellas aves no identificadas.

Ascendimos hasta un mirador. La vista era hermosa, pero yo buscaba lo que buscaba. No se observaba nada en vuelo, para mi desesperación. Estábamos en un punto elevado y el agua nos quedaba un poco lejos.

Foto de Sílvia, con  más gracia que yo para encuadrar el paisaje.

En un arbusto había una pareja (macho y hembra) de eufonia violácea (Euphonia violacea). La hembra emitía una especie de alarma que a mí me recordó vagamente al quejido de un ratonero, aunque mucho más flojo.

Eufonia violácea (Euphonia violacea), hembra.

De vuelta al coche hicimos un tour por la isla, pero sin paradas. En un momento dado, en el agua, a través del cristal trasero del vehículo, vi lo que me pareció un... ¡pingüino! Según las guías era posible ver pingüino magallánico (Spheniscus magellanicus) en las costas del sur de Brasil, pero la observación fue tan deficiente que renegué de ella. Podría haber sido cualquier ave acuática. Parecía algún tipo de álcido o similar, algo con pico grueso. Pero en cualquier caso la identificación una vez más quedó en el aire.

El Rancho de Amor à Ilha es el himno de Florianópolis.

Luz y colores por todas partes.

Abandonamos la isla de Santa Catarina y regresamos al continente para continuar en nuestro periplo hacia al sur. Hicimos una parada para comer y continuamos la marcha. Dejamos atrás el lago Imaruí, una enorme extensión de agua circundada por la autopista.

En una gasolinera vi una garcilla bueyera. Nada del otro mundo. Literalmente.

Hacía días que no veía uno de estos (Coragyps atratus).

Muy poco después, antes de llegar al pueblo de Capivari de Baixo realicé un bimbo tan espectacular como insulso: un grupo de unas 10 espátulas rosadas (Platalea ajaja, y no me estoy riendo, ése es su nombre científico) descansaban en una charca, a algunas decenas de metros de distancia. El avistamiento competía en brevedad con los anteriores de aquella misma jornada: fugaz, a través de la ventanilla del coche mientras circulábamos a buena velocidad. Corto y sin disfrute. Tampoco había foto: antes de que ni siquiera se me pasara por la cabeza la idea de levantar la cámara o el móvil ya habíamos dejado atrás las aves.

Pero finalmente mi paciencia (y la de mis amigos) fue recompensada. Llegamos a Torres, ya de nuevo en el estado de Rio Grande do Sul. Al principio esto no era más que otro punto geográfico para mí. Un punto más cargado de esperanza. Yo no sabía que estaba a punto de vivir una de las experiencias más maravillosas de mi vida.

Todo comenzó con la aparición del ancho océano ante mis ojos. Y esta vez no lo veía desde un mirador si no desde la playa. No había nadie y estábamos solos. En la arena un ejemplar de ostrero pío americano (Haematopus palliatus) me estudiaba con su mirada. Observó que llevaba prismáticos y pensó "ajá, un amiguete", así que me dio su visto bueno y no voló. En cualquier caso, como siempre, yo decidí no acercarme en exceso para no molestarlo y agradecerle así su confianza en mí.

Ostrero pío americano (Haematopus palliatus)

Partiendo desde la misma playa, un sendero conducía a lo alto de unos imponentes acantilados cercanos. En las rocas más bajas, cerca del agua, descansaba una Egretta thula. A pocos metros de nosotros descubrimos a un lobo marino nadando. Pudimos disfrutarlo entre gritos de júbilo.

Garceta nívea (Egretta thula)

Trepamos por el sendero. La vista desde arriba era espectacular, abarcaba el océano hasta muy lejos, y tras nosotros, hacia el oeste, se vislumbraban unas dunas gigantescas en la distancia. La vegetación de aquella altiplanicie se limitaba a unos espesos matojos constantemente torturados por los vientos marinos, entre los cuales busqué más aves, aunque solo me topé con alguna avefría (Vanellus chilensis), omnipresentes allí donde fuéramos.

Pero las emociones se sucedían una tras otra. Miré al frente y no creí lo que volaba frente a mí, sobre las aguas: el rey de los mares, el dios del aire, señor de la libertad, navegante incansable. Una de las criaturas vivientes más extraordinarias del planeta: el albatros.

¿Pero cómo era posible? Estábamos en tierra firme. Yo siempre había pensado que era muy difícil ver albatros desde la costa. A ver, recapitulemos. Me hallaba, como decía, en la playa. Y sobre las aguas volaban aves marinas. Parecían grandes, pero podría ser un efecto visual. El viento soplaba con bastante fuerza y costaba mantener firmes los prismáticos. Sin embargo, la misma cercanía que me hacía dudar sobre la veracidad de la identificación, fue, por supuesto, la que me proporcionó la irrefutable convicción de que mis ojos no me engañaban.

Un mínimo de dos ejemplares de albatros de pico fino (Thalassarche chlororhynchos) surfeaban sobre las olas. Una vez más ascendí al punto más alto de la montaña rusa que era, en términos ornitológicos, aquel viaje por tierras sudamericanas. ¡Dos bimbos seguidos!



Tan cegado estaba por los albatros (y por el castigo del viento) que apenas me fijé en algunas Larus dominicanus que pasaban cerca. Les tomé fotos. Y tiempo después descubrí que no todas eran gaviotas: revisando las imágenes que había tomado descubrí que había fotografiado un ejemplar de rabihorcado. La única foto en todo el viaje, y ni siquiera me había dado cuenta. Esto era grave, porque también era el único ejemplar que pude haber observado bien, con prismáticos y sin estar en el coche, y no lo hice.

Gaviota cocinera (Larus dominicanus)

Rabihorcado magnífico (Fregata magnificens)

Otro bimbo inesperado fue el charrán patinegro, cuyo nombre científico es Thalasseus acuflavidus eurygnathus según algunas listas o Thalasseus sandvicensis eurygnathus según otras. Observé también algún ejemplar sobre el océano, pero estando yo como estaba en lo alto del acantilado me quedaron un poco lejos y al ser bastante más pequeños que los albatros no pude disfrutarlos tanto.

En fin, el caso es que me centré en los albatros. Tras más de treinta años observando aves por fin veía uno. Era un ave especial, que formaba parte de historias legendarias como el poema de Samuel Taylor Coleridge, The Rime of the Ancient Mariner, que dio pie a uno de los temas insignia de una de mis bandas de heavy metal favoritas, Iron Maiden. En él se narran las desventuras que sufrieron los tripulantes de un navío tras matar a un albatros. Aparece también en la película Master and Commander, despertando en los marineros la misma admiración que sentía yo en aquellos momentos.

Sílvia luchando con el viento.

Sílvia en una nube, como yo.

Yo.

Historia de una foto: Sílvia nos hizo una foto con su móvil desde abajo, y yo hice la foto desde arriba.

Un clásico durante el viaje: cuando hay prioridades...

Aunque finalmente conseguimos la foto de grupo. Todos estaban muy contentos por haber vistos tantos pájaros.

El sol descendía. Decidimos regresar al vehículo y continuar la marcha. Pero antes de "embarcarme" me detuve porque algo había llamado mi atención. Un charrán real (Thalasseus maximus) apareció desde el sur, siguiendo la línea de la playa. Por desgracia ya estábamos a algunas decenas de metros de distancia y no pude disfrutar de su cercanía. Mis amigos me llamaban ya desde el coche. Fue como si la naturaleza quisiera brindarme un último espectáculo antes de mi marcha. Me despedí del charrán, que suponía un bimbo más, y ocupé mi asiento.

Sílvia y Pili encontraron interesantes las Vanellus chilensis.

Óscar y yo.

Yo deambulando (foto de Sílvia).

Charrán real (Thalasseus maximus)

Llegamos a Capão de Canoa a las 19h. Nos acogía Marta, la tía de Henrique, una mujer maravillosa cuya hospitalidad, experimentada ya en todos los hogares que habíamos visitado hasta el momento, no nos sorprendió. Nos había cocinado lasaña. De sobremesa, como lo llamó ella, nos había preparado un delicioso mousse de chocolate con maracuyá. Seguramente no había manera mejor de terminar un día como aquél.

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