Finlandia-Noruega 2007 (parte 15): una noche funesta.

Tras un buen descanso iniciamos la jornada del 9 de julio. Desmontamos la tienda de campaña y nos pusimos de nuevo en marcha.

Abandonamos el interior de la península y retomamos la carretera de la costa en dirección a Nesseby y su iglesia. Ubicada en una pequeña península en el fiordo, la iglesia de Nesseby es parada obligatoria para todos los ornitólogos.


Pudimos disfrutar de nuevo de algunas especies que ya habíamos contemplado en los días anteriores, pero también de otras que se habían resistido hasta el momento. La más destacable de todas fue el fulmar (Fulmaris glacialis). Un ejemplar descansaba sobre una roca. No parecía estar en buenas condiciones. Una de sus alas colgaba de una manera un tanto peculiar y eso nos hizo pensar que tal vez tuviera algún tipo de problema.

Fulmar (Fulmarus glacialis)

Además del fulmar pudimos contemplar ostreros (Haematopus ostralegus), éiders (Somateria mollissima) con sus pollos, agujas colipintas (Limosa lapponica) y falaropos picofinos (Phalaropus lobatus) entre otras especies.

Ostrero (Haematopus ostralegus)
Éider (Somateria mollissima), hembra con patito.
Mamá éider acompaña a su patito al agua.

Nos desplazamos más tarde hasta unos campos arbolados al este de Nesseby, con la esperanza de hallar algunas especies forestales. En concreto buscábamos un fringílido, el pardillo de Hornemann (Carduelis hornemanni), y un párido, el carbonero lapón (Parus cinctus). Sin embargo no tuvimos suerte con ellos. Nos marchamos de allí con algunas fotos de otro bello pájaro, el pardillo sizerín (Carduelis flammea).

La visita a Varanger tocó a su fin. Subidos al coche lanzamos las últimas miradas a aquellas maravillosas tierras del ártico y pusimos rumbo de nuevo a Finlandia.

Poco después abandonamos Noruega. Cruzamos la frontera por Utsjoki, el mismo lugar que a la ida, y ciento sesenta y cinco kilómetros después llegamos a Ivalo.

Un ornitólogo nos había "chivado" en Varanger que al este de Ivalo existían unos bosques que eran buenos para observar mosquiteros raros. Fuimos para allí. Como ya atardecía también sería una buena oportunidad para intentar ver alguna de las muchas rapaces nocturnas que habitan en Finlandia.

El paseo fue curioso. El lugar parecía ideal para ver aves como la lechuza gavilana (Surnia ulula). Pero de nuevo nos dio la espalda la suerte. Al menos en lo que respecta a los estrígidos. Porque en aquellos bosques tuvimos uno de los encuentros más celebrados por la ornitosecta.


Tras mucho rato caminando, tras muchos kilómetros de paseo silencioso en horas nocturnas, el bosque iluminado por el sol de medianoche nos regaló una escena mágica.

Avanzábamos algo frustrados por la inexistencia absoluta de vida en aquel lugar: ni aves ni mamíferos, salvo un escurridizo lemming (el único que vimos en todo nuestro viaje). Los árboles se extendían hasta el infinito a través de aquellas tierra planas. Aquella gran masa forestal poseía escaso sotobosque. La separación casi regular entre las píceas y los pocos arbustos existentes, combinados con la buena iluminación a pesar de ser una hora tan tardía permitían alcanzar con la mirada hasta distancias lejanas.

Pero el silencio de un bosque desconocido encoge el alma. La naturaleza salvaje te rodea, y reflexionas. Piensas que tú, gran ser humano, dispones de óptica para ver más lejos, de vehículos para correr más que nadie, de medicina para alargar tu vida, de ingenio para superar a todas las restantes especies animales... pero tú, gran ser humano, puedes dejar de ser grande. Te conviertes en algo mínimo. Un simple primate que deambula temeroso entre gigantes de madera. El bosque te impone respeto, y no puedes hacer nada más que admirarlo.

En aquellas circunstancias de respeto y adoración por la naturaleza escuchamos un graznido lejano. Volvimos nuestras miradas hacia el punto del cual procedía el sonido, y se aparecieron tres fantasmas.

Tres figuras danzaban en la lejanía. Saltaban entre los árboles de un lado a otro, entrecruzándose en el aire, al tiempo que se aproximaban. A veces había dos arriba y otro abajo. Atravesaban el aire y alternaban posiciones. Ahora había tres a un lado. Ahora uno y dos. Y cada vez se acercaban más.

Sin atinar a identificar a qué especie animal pertenecía aquel curioso trío de bailarines aéreos, tuvimos que esperar a tenerlos prácticamente a nuestro lado para poder exhalar el aire que reteníamos y suspirar alegremente. Porque tres arrendajos funestos, uno para cada miembro de la ornitosecta, habían venido a nuestro encuentro. Cristina, Dani y yo los contemplábamos extasiados.

Probablemente las aves esperaban que les echáramos algo de comida. Pero nosotros estábamos aturdidos, asombrados.

A pesar de tan tétrico nombre, el arrendajo funesto (Perisoreus infaustus) no nos fue ave de mal agüero. Comprendimos que después de todo la larga caminata había merecido la pena, y que éste era el gran premio que nos esperaba tras horas de atravesar el bosque lapón.

Arrendajo funesto (Perisoreus infaustus)

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