Viaje al Atlántico: Canarias y Salvajes, parte 7

11 de septiembre del 2010:
Los miembros de la expedición nos despertamos en el Mojo Picón. Pusimos rumbo hacia la Selvagem pequeña, y recorrimos las pocas millas que separaban las dos islas en poco tiempo, en grata compañía  de pardelas cenicientas, petreles de Bulwer y de las primeras pardelas chicas (Puffinus assimilis) que veíamos en nuestro viaje.

"¡Yo controlo, yo controlo!", dije antes de que nos estrelláramos.
 

 Adiós Salvaje Grande.


Hola Salvaje Pequeña.




Fondeamos cerca de una playa, y con nuestra pequeña lancha tomamos tierra. Los dos guardas del lugar nos acompañaron en nuestro recorrido mientras nos mostraban las delicias y maravillas que el pequeño archipiélago nos reservaba.



El hogar de los dos guardas de la isla.



Los guardas han de ser tan autosuficientes como puedan porque apenas reciben visitas. La energía solar es imprescindible. En caso de tormenta han de subir al punto más alto de la isla (el faro) y cruzar los dedos.



Era inevitable no fijarse en el ruinoso barco encallado en las cercanías, restos de un naufragio del pasado. La presencia del herrumbroso metal es un buen recordatorio del cuidado que debemos poner en el cuidado de los últimos paraísos vírgenes del planeta. Pues nada más que un instante, una decisión correcta o errónea, un capricho del azar, representado en aquel lugar por una mole de metal, separan la paz y la armonía de un mundo antiquísimo (en términos humanos) de una destrucción total e irreversible. Tan cerca y tan lejos... Tras de mí, naturaleza virgen. Frente a mí el monstruo.

Restos del barco varado junto a la isla.



Moluscos fosilizados.



En aquellos momentos me interesaba mucho más lo que había tras de mí y no tanto el monstruo. Sorprende como, estando perdida en medio del océano, pueda esta pequeña isla ser todo un tesoro ornitológico, ya no solo por las aves residentes, si no también por las especies que se detienen aquí a reponer fuerzas en su largo periplo migratorio. Por supuesto todo tiene su lógica: si hubiera miles de islas (las Salvajes básicamente son dos) tal vez las aves no estarían tan concentradas. Nosotros pudimos observar bisbita caminero (Anthus berthelotii), zarapitos real (Numenius arquata) y trinador (Numenius phaeopus), chorlitejos grandes (Charadrius hiaticula), charranes comunes (Sterna hirundo), vuelvepiedras (Arenaria interpres), archibebes claros (Tringa nebularia), correlimos tridáctilos (Calidris alba), un águila pescadora (Pandion haliaetus), una aguja colipinta (Limosa lapponica) y el bimbazo de la jornada, un correlimos semipalmeado (Calidris pusilla), además de otras aves también interesantes.

Correlimos semipalmeado (Calidris pusilla).


Zarapito trinador (Numenius phaeopus).






¿Dónde está Wally? Ocho correlimos tridáctilos (Calidris alba).


El paseo por aquellas playas vírgenes de limpias arenas fue un auténtico goce. Sin embargo incluso hasta aquí llega de vez en cuando algo de basura procedente de las lejanas zonas humanizadas, la cual es recogida por los guardas y sacada de la isla regularmente. Cientos de millas de aguas oceánicas no son obstáculo alguno para los desperdicios de la civilización.

Ascendiendo al punto más alto de la isla, donde se ubica un faro alimentado por energía solar.











Una piscina natural para relajarse.




Terminamos la visita con una muy agradable charla con los guardas, en ese ambiente de total relajación y camaredería que da la certeza de estar con buena gente en el lugar adecuado, y a mucha distancia de todos los peligros y malestares que nos acosan en nuestra vida cotidiana.



Tras la despedida regresamos al Mojo Picón para iniciar ya el viaje de vuelta. Pusimos rumbo a Tenerife con viento a favor, lo cual nos permitió usar las velas y disfrutar del deslizamiento suave de la embarcación sobre el océano en calma.

Adiós Salvaje Pequeña.




La noche cayó y el cielo estrellado hizo su presencia sobre nuestras cabezas, pero también bajo ellas: mientras la bóveda celeste se iluminaba con miles de puntos titilantes y la vía láctea cruzaba el firmamento de horizonte a horizonte, la estela del Mojo Picón también brillaba, salpicada de miles de algas fosforescentes excitadas por el paso de la embarcación. Es todo un espectáculo ver esas fabulosas luces verdes bajo las aguas, encendiéndose y apagándose tras nosotros, como si un extraño submarino que lanzara ráfagas luminosas nos siguiera a muy poca distancia. Fue para mí una de las experiencias más asombrosas que he vivido: noche total, estrellas en un cielo no contaminado, el rumor de las pequeñas olas, el suave balanceo del velero en su lento avance... y las brillantes luces verdes en el agua. Y poder compartir todo esto con amigos, no solo los que me acompañaban aquella noche, si no también aquellos que lean estas líneas.

Brillos verdes en el mar... magia auténtica. Belleza absoluta. Poesía viviente.

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