¡Grullas en mi cama!

14 de agosto del 2016

Sílvia y yo estamos charlando sentados en casa. Me levanto para ir a la mesa, que está tras el sofá, y voy hablando mientras camino pero me interrumpo para lanzar un grito espantoso. He oído un 'crack' y he notado un dolor terrible en el pie.

Sílvia me mira con cara de asustada. Yo también estoy asustado, más que ella: miro hacia abajo y contemplo el dedo meñique de mi pie derecho. En lugar de lucir paralelo a sus cuatro hermanitos mira hacia Cuenca en un bonito ángulo de casi noventa grados. Las chancletas que llevo puestas no me han salvado en el choque contra la esquina del sofá.

El alarido habrá espantado a miles de aves en un radio de kilómetros. Alguna sería bimbo, seguro.

- Creo que me lo he roto... -le digo a Sílvia.

Ella mira por encima del sofá, asomada con sus bonitas manos apoyadas sobre él, como si estuviera en un balcón. Sus ojos incrédulos miran desorbitados mi pie.

Instintivamente, sin darme cuenta de lo que estoy haciendo mi mano desciende hasta el dedo roto y lo coloca en su sitio con un empujoncito.

"¡Clac!" -se oye.
-Ah, pues no, no estaba roto...

Tras decir esa tontería me desplomo en el sofá junto a Sílvia, pálido por el dolor.

Ella corre a buscar hielo y me mima mientras sigo diciendo idioteces sobre no se qué de un pie y de un dedo.

El dolor se pasa poco a poco, hasta el punto de que parece que todo vuelve a la normalidad.

Ocho días después, tras una semana de trabajo y un fin de semana viendo buitres, águilas perdiceras y alimoches en las montañas cercanas a Horta de Sant Joan decido ir al médico porque me duele el pie.

- Tiene usted un dedo roto -me dice un médico mientras contempla la radiografía de mi pequeñín. En efecto, la base del meñique se rompió cuando éste besó al sofá.

Lo que es la genética... tengo ascendentes maños y vascos. ¿Me va a impedir a mí una fractura pequeñita trabajar una semana y patear montañas? ¡Ahibalahostia pues!

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6 de noviembre del 2016

Han pasado tres meses y mi dedo está totalmente recuperado.

Nos hemos despertado hace poco, deben ser las ocho o las nueve de la mañana. Ambos remoloneamos en la cama. La pereza empieza a desvanecerse, aunque lo hace de manera, como... como... como si la pereza tuviera pereza.

Es un domingo que se promete agradable. Sílvia bosteza y se estira. Bromea conmigo. Alarga sus brazos sobre la cama y tira de la correa que cuelga junto a la ventana. La persiana sube y nos permite ver un día soleado en el mundo de al lado, el que existe más allá del dormitorio. Hablamos de la posibilidad de ver alguna grulla en migración hacia el sur. O más bien de que la vea ella, porque yo sin gafas no veo un pijo.

Llevo días hablándole de las grullas a Sílvia. Aún no he visto ni una este otoño. Ella sabe que podemos ver una en cualquier momento desde cualquier lugar. Con voz alegre (siempre se despierta de buen humor, como yo) me anuncia que un pajarillo está cruzando el cielo. Hay pocas esperanzas de que sea una grulla porque siempre vemos a las gaviotas patiamarillas sobrevolando Badalona.

Incluso sin lentes -las recupero, estaban sobre la mesilla de noche- he visto cierta lentitud en el desplazamiento de esa mancha borrosa que me pone en alerta. Podría ser desde un moscardón hasta un Airbus A380. Miro con mis gafas y me quedo helado. O más bien encendido como un volcán en erupción. ¡Parece una grulla!

Salgo corriendo... descalzo.

Voy a buscar los prismáticos que están en la sala de estar. Corro y corro, y vuelvo corriendo y corriendo. Miro por la ventana del dormitorio mientras a Sílvia casi se le sale el corazón por la boca pensando en mi dedo meñique. No ha abierto boca, me contempla en silencio mientras probablemente piensa si soy tonto, o inteligente y calculador y sabía dónde estaban exactamente todas las patas de la cama y los marcos de las puertas... y las patas del sofá en que descansaban los prismáticos, tan duramente despertados de su descanso nocturno.

O tal vez solo sintió alivio al verme sano y salvo gritando con alegría "¡es una grulla!", y con todos los dedos de los pies enteros.

Finalmente fue el único ejemplar que vimos en todo el otoño, pero se llevó el premio a una de las aves del año. ¿Cuántos ornitólogos pueden decir que han visto grullas desde su cama?

Sin embargo, hubo algo mejor que la grulla aquel día. Me giré y vi a Sílvia. Me sentí afortunado. Y feliz, muy feliz de compartir un momento mágico más con ella, como otros tantos. Feliz de que sus enormes ojos marrones contemplaran al loco de los prismáticos y de que aquella sonrisa que tanto me gusta estuviera pintada en su cara de niña traviesa.



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