Brasil 2017, séptima parte: las cataratas del Iguaçu

17 de agosto de 2017.

Los bentevís me dieron los buenos días en el mismo hotel. Les agradecí mentalmente el detalle: yo sabía que, en efecto, iba a ser un buen día. ¡Íbamos a visitar las cataratas del Iguazú!

Cogimos el coche y nos desplazamos hasta el parque nacional. Fuimos bastante pronto para evitarnos las colas de acceso. Así y todo, a pesar de la hora ya había bastante gente esperando para comprar las entradas que daban acceso a la reserva. Mientras aguardábamos nuestro turno contemplé el cielo. Estábamos apenas a unos metros de la masa forestal, y por lo tanto tenía la esperanza de que algún ave cruzara el aire volando sobre nosotros.

En el plano paisaje la vista se perdía en la lejanía. En el lado contrario al parque, flanqueando con éste el gran espacio vacío que era el punto de encuentro de los humanos, se alzaba un bosquecillo que parecía mirar con nostalgia a la gran maraña de árboles de la que les había separado el asfalto.

Apareció algo. Dos aves verdosas surcaban la brillante bóveda azul celeste a buena velocidad. Se trataba de algún tipo de loro, de eso no cabía duda, pero me era imposible identificarlos ni con prismáticos, debido a mi gran desconocimiento de las aves de Sudamérica. Tal vez con una fotografía conseguiría algo.
"¡Venga, sí!"
Pero luego pensé que no, que se hallaban demasiado lejos y que no serviría de mucho alzar la cámara. Aunque por intentarlo tampoco iba a perder nada. Las dos aves seguían avanzando a través del cielo.
"Mmm, no..."
Dentro del parque habría con certeza muchas especies que podría observar a placer, y loros también, seguro... Pero me repetí de nuevo que igualmente no perdía nada con fotografiarlos...
De acuerdo, pensé.
"Mierda. Demasiado tarde."

Desaparecieron sobre el horizonte de la selva. Pero me consolé retratando un cormorán que nos sobrevoló mucho más cercano. Grabé también en mi mente el aspecto que tenían los loros: eran verdes con una media luna también verde (pero de otro tono) en las alas, al estilo de nuestras palomas torcaces. Pensé que con esta información quizá podría identificarlos. Pero hasta la fecha no ha sido así, y dudo que llegue jamás a ninguna conclusión.

Compramos las entradas y subimos a un autobús que nos iba a llevar hasta las cataratas. El vehículo, abierto y sin cristales,  era barrido por el aire helado de primera hora de la mañana. La temperatura no tenía nada que ver con el calor de las horas centrales del día y pasamos bastante frío durante todo el trayecto.

Por el camino pude ver un Caracara plancus precioso que se hallaba parado junto a la carretera y que apenas se inmutó a nuestro paso. La pista discurría flanqueada por una enmarañada e impenetrable red de ramas y troncos delgaditos y no muy altos.

Llegamos a un espacio abierto plagado de jardines y coronado por un gran hotel que a pesar de estar desubicado debo reconocer que tenía belleza y encanto. Nos hicieron bajar y nos abandonaron a nuestro aire, no sin antes advertirnos de que no se debía dar comida a los coatíes. ¿Y por dónde empezar? Seguimos a la corriente de personas que ya se encaminaban hacia lo que parecía un mirador.

Resultó que sí lo era: una especie de balcón permitía dar un primer vistazo a lo que había de convertirse en el más bello de los paisajes que habrían de contemplar jamás mis ojos. En el fondo de un inmenso valle flanqueado por extensas selvas las aguas corrían turbulentas bajo un manto azul vibrante que coronaba el mundo. Cientos de rapaces planeaban con pereza en aquellas alturas, y algunas incluso más abajo, allá donde cientos y cientos de cascadas vertían sus aguas al río.

Una de las cosas que más me sorprendió fue el arcoiris. La descomposición de los rayos del sol creaba aquellos puentes multicolores en todos los rincones del río, poniendo la suprema nota de la perfección en un paisaje totalmente onírico. Comprendí la tristeza que debieron sentir los indios guaraníes, impotentes ante la destrucción de tanta belleza durante los últimos siglos.









Zopilote negro (Coragyps atratus), urubu de cabeça preta en portugués.







Quedé maravillado. No, esa palabra se quedaba corta. Quedé embelesado y al borde del éxtasis divino. Pero para mi desesperación de nuevo el tiempo empezó a correr demasiado rápido. Junto al mirador se iniciaba un itinerario, un caminillo que bajaba hacia la izquierda paralelo al valle. Por ahí desaparecían ya Óscar y Henrique y comprendí que esa era la ruta a seguir.

Sin embargo aún arañé unos segundos más para contemplar casi de manera consecutiva la segunda maravilla del día. ¡Monos! Con su larga cola algo caída y su espeso pelaje negro, de pequeño tamaño y con caras enmarcadas por unas diademas blanquecinas, treparon por los árboles y posaron frente a mí, como si se alegraran de que por fin alguien les prestara atención. Y es que incomprensiblemente apenas parecían despertar un mínimo interés en los turistas, a pesar de que estaban muy cerca, justo en un árbol adyacente al sendero que no dejaba de engullir personas. Se trataban de unos pocos ejemplares de capuchino negro (Sapajus nigritus), que se desplazaron lenta y perezosamente por las ramas. Algunos se ocultaron pero uno de ellos se dejó tomar algunas fotografías. Parecía tener cara de resignación, como si dijera "tranquilo hijo, ya me he acostumbrado a que me ignoren".

Capuchino negro (Sapajus nigritus)




Era el primer primate (no humano) que veía en libertad en mi vida. Para mí fue un momento especial, un momento de contacto con un grupo muy especial de animales. Me parecía increíble que la horda de visitantes no se detuviera largo rato a contemplar aquellos regalos de la naturaleza: el onírico paisaje, las bellas y majestuosas aves, los gráciles monos. Pero al parecer un simple vistazo era suficiente. Total, ya tenían sus móviles para retratarlo todo y disfrutarlo tranquilamente en casa. Eso sí, en una pantalla mucho más pequeña, sin sonidos ni imágenes reales, sin olores, sin el aire de la selva en sus pulmones y sin continuidad. Un disfraz, un engaño de contemplación, en lugar de intentar alargar al máximo la experiencia única de estar allí.

En el mismo árbol, un poco más arriba, apareció un espectacular dacnis azul (Dacnis cayana), una preciosidad cuyo colorido se fundía con el del cielo. Perdí unos segundos más con él pero finalmente no me quedó más remedio que salir disparado tras mis compañeros.

Dacnis azul (Dacnis cayana)


Los alcancé rápidamente: se entretenían observando a los coatíes, que como pequeños duendes aparecían de la nada entre el follaje, ora descendiendo por un tronquito, ora serpenteando entre los pies de las personas, las cuales nunca descubrían por dónde habían surgido.

Tuve que acelerar mis movimientos. Mientras contemplaban los coatíes yo aprovechaba para ver aves. Pero también quería disfrutar de aquellos graciosos mamíferos y del paisaje. Intentar fotografiar todo y gozar de la observación se antojaba difícil, pero bajé los biorritmos de mi cuerpo y paré el tiempo. La calma se transmitió de ser en ser y mi proyección surtió su efecto en Pili, que me señaló con flema inglesa la presencia de una gran gallinácea sobre nuestras cabezas. Como si tuviera un bombín en la cabeza, mi amiga señaló hacia lo alto con la boquilla de su pipa imaginaria.

- Mira Jordi. Hay un pájaro aquí arriba.

Seguí sus indicaciones y alcé la vista. Un esplendido animal descansaba en una rama ajeno a mis dos ojos que lo taladraban con una mirada brillante. Especie desconocida para mí. Inesperada, bella, situada muy cerca. Y por supuesto, bimbazo. ¡Gracias Pili! ¡A las cinco de la tarde tomaré un té contigo!

Yacutinga (Pipile jacutinga)




La yacutinga se revolvió un poco como quien duerme incómodo en un mal lecho, pero no hizo acto de alejarse de nosotros. Más bien parecíamos importarle bien poco. Apenas nos lanzó alguna mirada furtiva y siguió con su admiración del paisaje. Nosotros decidimos hacer lo propio y avanzamos algunos metros más, rodeados de coatíes que suplicaban comida.

Coatí (Nasua nasua)



¡Atención al cartel!




El sendero moría en unas pasarelas situadas al pie de las enormes cataratas del Iguazú (Iguaçu en portugués). Miles de vencejos canosos (nuevo bimbo) giraban en el aire en un gigantesco tornado de aves. De vez en cuando algunos atravesaban las cortinas de aguas y se aferraban a las paredes de roca. En el cielo los urubus y los Buteo contemplaban con parsimonia el perezoso avance de la vida de la selva. La vida bullía. Las atronadoras cataratas hendían el mundo como manos de gigantes, y el agua salpicada por los aires nos obligaba a protegernos con los chubasqueros.

Vencejo canoso (Cypseloides senex)









Aura gallipavo (Cathartes aura), urubu de cabeça vermelha en portugués.


Busardo colicorto (Buteo brachyurus)


Busardo caminero (Rupornis magnirostris)


Pero nuevamente tuve que darme prisa para no hacer esperar a los demás. El siguiente paso era subir en ascensor. Quizá sea bastante triste, pero a la vez, en cierto modo, comprensible, que se hayan tomado tantas molestias con los turistas en el interior del parque: una carretera asfaltada, un hotel en su corazón, pasarelas sobre las aguas, ascensores, restaurantes, incluso barcazas que te llevaban por los ríos para vivir aún más intensamente la potencia de las cataratas... el motivo de mi tristeza es evidente. Mi comprensión viene sin embargo por este pensamiento: a veces es bueno ceder un poco. Tienes a todos los turistas concentrados (y contentos) en una área de pequeña extensión y dejas a la vida natural tranquila en el resto del parque nacional. Además los visitantes dejan buenos ingresos que hacen que la explotación de la naturaleza sea beneficiosa también para los habitantes del país.







Un señor estropeando las fotos de las cataratas. Fotos de Sílvia.




El ascensor nos dejó algunos metros más arriba, en lo alto de las cataratas. Terminado nuestro remojo, nos dirigimos a los restaurantes situados junto al río. El paseo me permitió añadir algunas especies maravillosas más. La bellísima tangara arcoiris (Tangara seledon), azul y verde, cual joya preciosa que cualquier monarca quisiera tener entre sus tesoros, y tal vez el ave más bella de todas cuantas vi en Brasil. También una urraca distinta a la nuestra, pero igual de inquieta y oportunista. El curioso tordo gigante (Molothrus oryzivorus), con torpes andares, que rebuscaba migajas entre las mesas. Cormoranes brasileños en las aguas, y sobre ellos el caracolero (Rostrhamus sociabilis) que hizo mis delicias, planeando sobre las aguas, posándose en ramitas y elevándose una y otra vez.

Tangara arcoiris (Tangara seledon)


Esta foto es mala, pero es lo que hay.


Urraca de cresta alborotada o chara moñuda (Cyanocorax chrysops)






Caracolero común (Rostrhamus sociabilis)






Cormorán biguá (Phalacrocorax brasilianus)






Tordo gigante (Molothrus oryzivorus)




Casi todos los visitantes (con excepción de mis compañeros, los cuales demostraban cierto interés en mis observaciones) hacían caso omiso a tales bellezas. No me importaba, cada uno escogía su camino. Ellos el equivocado y yo el correcto, por supuesto.

Cacique lomirrojo (Cacicus haemorrhous)


Tras llenarnos los estómagos con la comida rápida que nos ofrecía el parque (en nuestro caso escogimos hamburguesas, creo recordar), escuché las palabras que no quería oír. Nos íbamos ya. Me hicieron subir a un autobús y éste nos llevó de regreso a la entrada del parque nacional. Triste por un lado y satisfecho por el otro, abandoné Iguazú.

Apenas habíamos subido a nuestro coche cuando Henrique sugirió que visitáramos el Parque das Aves, un centro para visitantes situado justo enfrente de la entrada del parque nacional, a apenas unos doscientos metros de distancia. En él mantenían cautivas a muchas especies de aves, algunas en proceso de recuperación tras haber sido heridas de alguna manera. Otras, irrecuperables, hacían la función de satisfacer (y de educar espero) la curiosidad del turista. Por mi parte pensé que sería una buena idea. No podía añadir a mi lista las especies cautivas, pero entre ellas siempre podía aparecer alguna que fuera una silvestre genuina, como ocurre en todos los parques del mundo.

- Yo creo que os gustará -dijo Óscar, quién ya conocía el lugar.
- Claaaro, allí hay muchas aves, ¡ta! -añadió Henrique, cuyas expresiones brasileñas yo no entendía siempre.

Tras algunos titubeos ambos decidieron esperar fuera. Así que entramos Sílvia, Pili y yo. Pero esa historia merece ser contada en una próxima entrada del blog.

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