Sobre la caza

Hace pocos días paseaba por el Pla de Reixac (Vallès occidental) intentando ver pájaros. Era difícil con tanta gente: ciclistas, corredores, paseantes con perros (me incluyo), parapentes, avionetas de aeromodelismo, drones, helicópteros de tamaño real...

...y cazadores.

De vez en cuando oía tiros, no muy lejanos. En cierto momento sonaron cuatro disparos detrás de mí, provenientes de lo alto de una colina situada a unos cincuenta metros. Al instante oí también un siseo rápido, un batir de alas que silbaba en el aire y que se detuvo a los pocos segundos.

Me giré y no vi nada. Escruté el paisaje. El sol iluminaba los campos y hacía resplandecer el verde de las hojas y el pardo de la tierra, bajo un cielo enorme y limpio, como un gran océano. Caminé unos metros y allí lo vi. Un faisán macho yacía en el suelo, aún vivo, mirándome con aspecto de no comprender qué había ocurrido.

Lo observé con mis prismáticos. Tal vez habían errado los disparos. Sin embargo el movimiento antinatural de un ala descartó aquella posibilidad. Había aterrizado en medio de un campo arado, una gran extensión sin cubierta vegetal. Si solo estuviera herido, pensé, si lo espantaba un poco quizá caminara hasta unos matorrales situados a unos diez metros de él, un lugar en el que podría ocultarse, si no del olfato de los perros, sí al menos de los ojos de los cazadores, que de momento seguían sin aparecer.

Contemplé con más detenimiento al ave: vi la sangre en el pecho.

Aquel faisán habría pasado la noche oculto bajo alguna mata perdida, sufriendo el tremendo frío de la llanura. Aquel faisán habría amanecido mojado por la humedad de la madrugada, las gotas como perlas posadas sobre sus coloridas plumas. Y esa habría sido su rutina durante todo el invierno. Aquella mañana también. Tras soportar las adversidades del clima, bien protegido por su plumaje, el faisán no había sabido que aquél había sido su último amanecer.

Tal vez habría pasado la mañana ocultándose de los cazadores. Quizá antes de los disparos algo lo asustó, los perros que lo perseguían o puede que los pasos de los hombres. Tuvo que alzar el vuelo y ya no tuvo escapatoria. Cayó al suelo y tan solo me vio a mí. Sin comprender.

Los cazadores no aparecían. Habían pasado un par de minutos. Volví a pensar de nuevo en la posibilidad de espantarlo, de aproximarme al ave para que ésta huyera de mí para ocultarse bajo la vegetación. Pero le eché otro vistazo y comprendí que ya era tarde. Cerró los ojos, ladeó la cabeza y la posó suavemente en el suelo.

Muchos seres vivos quitan vidas por necesidad. Un humano en el Pla de Reixac, no. La quita por diversión, por puro placer, no necesita cazar para alimentarse. Y matar con una escopeta es fácil. En cambio es imposible devolverle la vida a nada que hayamos matado. Nadie puede.

Me negué a fotografiar el ave muerta. Quería que al menos aquí permaneciera viva para siempre, en esta fotografía.



Creí adivinar cuál sería el último pensamiento del faisán antes de morir. Me pasó por la cabeza la idea de que nos habría odiado por haberle quitado la vida sin motivo, a él, a un inocente. Pero luego cambié de opinión: comprendí que me equivocaba, el ave no sabía lo que era el odio. Me quedó el consuelo de que los humanos no fuéramos su postrero recuerdo.

Vuela, querida ave, vuela libre allí dónde no llegan los cazadores. Vuela.

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