Novatada y oportunidad perdida

No debería hablar de novatada con la de años que llevo observando y fotografiando aves. Pero mi siento un poco así, como si la inexperiencia me hubiera jugado una mala pasada.

Mi cámara bridge -una Canon Powershot SX60 HX- murió hace un par de meses, seguramente por un golpe que recibió. Como no quería renunciar a recoger testimonios de la presencia de las aves que observaba en mis salidas, no me quedó más remedio que agenciarme con otra cámara. Decidí dar el salto a las réflex. Por suerte, Mari, mi pareja, tenía una Nikon D3100 que apenas usaba, y un teleobjetivo con un zoom que llegaba a 300 mm. Para salir del paso me servía, pero el autofoco no funcionaba, así que fotografiar fauna salvaje se convirtió en todo un reto.

Tras algunas pruebas, aconsejado por mi amigo Antonio Sánchez, adquirí un 300 F4 de segunda mano con enfoque automático en perfectas condiciones y pude conseguir mis primeras fotos auténticamente decentes. Me sentí contento y feliz con esta nueva adquisición (aunque la cámara sigue siendo de Mari y tendré que comprarme yo otra para poder devolverle la suya).

Hace cinco días, el 1 de mayo, salí al campo, a la confluencia de los ríos Ripoll y Sec, en Ripollet, provincia de Barcelona. Es mi sitio habitual de campeo, mi local patch. El ayuntamiento lo ha renaturalizado no hace mucho, y buena parte de él ha sido liberada de las cañas y de los huertos ilegales, mostrando ahora unos prados nuevos con unos cuantos arbolitos -la mayoría frutales- dispersos. Un hábitat idóneo para observar aves migratorias.

Abril y mayo son buenos meses, la migración primaveral está a tope y nunca sabes qué sorpresa te vas a llevar. Aquella mañana fue buena, con decenas de especies de aves (tarabilla norteña, papamoscas cerrojillo, lavandera boyera, curruca zarcera...), pero no necesité de la cámara en ningún momento hasta que oí, a mi derecha, un ruido.

Nina, mi perra, me acompañaba. Estábamos parados en medio del camino, con el río -flanqueado en aquel punto por unas arboledas y unos grupos de cañas- a nuestras espaldas. Frente a nosotros se extendía un gran prado. A unos siete u ocho metros a nuestra derecha apareció una enorme cabeza peluda. Un espectacular macho de jabalí emergió de entre la maleza y las flores, procedente del río, cruzó con parsimonia el camino y se adentró en el prado. Nina observó toda la escena con curiosidad, sin mover ni un pelo.

Era una oportunidad maravillosa de conseguir una foto espectacular: el animal estaba muy cerca, con la luz a mis espaldas que lo iluminaba por completo. Yo llevaba la cámara al hombro, bien preparada. La alcé con lentitud para no asustarlo y disparé mientras apuntaba a través del visor, pero comprobé que no ocurría nada y que solo veía oscuridad.

Tras unos segundos que permitieron al puerco atravesar el prado y huir a la carrera (tal vez por haberme detectado, tal vez por no sentirse a gusto al descubierto, aunque opto por lo último, puesto que, a pesar de la cercanía no creo que me detectara, ya que los jabalís tienen mala vista y el viento no favorecía la llegada de mi olor) descubrí mi error. ¡No había quitado la tapa!

La retiré enfadado conmigo mismo. Pero me alivié cuando constaté que el objetivo respondía bien y que estaba consiguiendo algunas fotos del animal corriendo. Aunque lo cierto es que en aquel momento pensé que las imágenes eran mejores de lo que descubrí cuando las pasé al ordenador de casa.

Hace unos años, mi fenecida Canon Powershot recibió un golpe (sí, otro... soy bastante patoso) y, a pesar de que siguió funcionando, nunca pude volver a colocar la tapa protectora del objetivo debido a una minúscula deformación. Así que la he usado durante años sin ella. Y al estar acostumbrado a no tener que quitarla nunca... olvidé que con la nueva sí debía retirarla. Recibí esta enseñanza de la peor manera posible.

Esta experiencia ha sido bastante dolorosa. Así que creo que nunca más se me olvidará quitar la tapa.


Macho de jabalí huyendo, ya casi de espaldas... ¡Qué foto pudo haber sido!

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