Brasil 2017, segunda parte: São Miguel das Missões

Yo aún seguía excitado por la visión del sabiá laranjeira cuando bajé a desayunar a la planta baja del hotel Ibis de Porto Alegre, donde nos alojábamos. Allí ya me esperaban Sílvia, Pili, Óscar y Henrique.

El buffet que nos ofrecía el hotel era toda una declaración de intenciones de los desayunos de aquellas latitudes: básicamente muchas frutas (¡qué papaya hay en Brasil!) y zumos. Henrique era brasileño pero hablaba un español muy correcto. Le pregunté por un curioso zumo de color verde. Me sugirió que lo probara. Dijo que era natural y bastante nutritivo.

- La gente lo toma aquí como bebida para tener energía -apuntó con su acento portugués.

Recordé el rodizio de carnes de la noche anterior, en el restaurante gaucho. Al entrar en él (una enorme nave de madera con un gigantesco comedor) no sabía lo que me esperaba. Nos sentamos a una mesa, de madera también, y un amable joven apareció y clavó en ella y frente a mi cara una enorme espada que llevaba ensartados varios pedazos de carne. Miré bizco las suculentas viandas.

- Has de escoger un trozo y pincharlo con el tenedor; te lo cortarán con un cuchillo y te lo llevas al plato -me había dicho Óscar.

Tras muchas espadas repletas de todo tipo de manjares que habrían convertido en un infierno la vida de cualquier vegetariano mi barriga se negó a admitir nada más. O casi nada más. Siempre había un pequeño espacio para un último pedazo. E incluso un penúltimo.

Mi mente regresó a la mañana del día 12 de agosto. Miré a través de la gran cristalera que daba a la calle. Me había sacado de mi ensimismamiento un grupo de aves que se habían posado en un cable frente al hotel. Quizá hubiera algún tipo de zenaida, pero aún había poca luz y yo había dejado los prismáticos en la habitación (estuve a punto de cogerlos pero no quería hacerme pesado de buenas a primeras); algunas parecían palomas bravías domésticas. Intenté mirarlas mejor y descubrí que no me engañaba: en Porto Alegre había nuestra vulgar y común paloma de ciudad omnipresente en Barcelona.

Era hora de ponerse en movimiento.

Recogimos el equipaje y subimos al coche. Emprendíamos por fin la marcha en dirección oeste. El primer objetivo era São Miguel das Missões, un municipio situado a unos 500 km de distancia y que contenía unas ruinas famosas.

Estuve más atento de las aves que veía por la ventanilla que de la ruta que seguíamos. Así fue como llegó el tercer bimbo. En las mismas afueras de Porto Alegre la autopista iba flanqueada por campos y las marismas del río Yacuí. Multitud de aves se daban cita en las aguas, en los herbazales, en los cables y en las vallas, pero la velocidad del vehículo no me permitía distinguir las cosas pequeñas. Ya habría tiempo para ellas.

Sílvia me avisó de la presencia de una enorme garza posada a nuestra derecha. Pasamos rápido junto a ella, pero la garza mora (Ardea cocoi en latín y garça moura en portugués) es inconfundible. Recuerda mucho a nuestro bernat pescaire de Catalunya aunque con un dibujo facial algo diferente.

Junto a nosotros desfilaron también varios paseriformes y alguna que otra garceta blanca que no supe hasta más adelante que se trataba de Egretta thula, ya que no sé por qué errónea razón pensé que había dos garcetas blancas en Brasil, y que era imposible distinguir los detalles desde el coche.

La autopista se convirtió en carretera. Algo más adelante hicimos una parada para repostar combustible. Junto a la gasolinera vi a un pequeño pájaro negro descansando en unos barrotes de hierro. Saqué los prismáticos y la cámara. No lo identifiqué pero en cambio sí pude contemplar a placer a un clásico de América: el zopilote negro (Coragyps atratus en latín, urubu preto en portugués) y también golondrinas barranqueras (Pygochelidon cyanoleuca en latín, andorinha pequena en portugués). También comprobé que había gorriones comunes, nuestros gorriones europeos.

Golondrina barranquera, andorinha pequena, Pygochelidon cyanoleuca.



Proseguimos nuestro camino. La carretera ascendió hasta unos altiplanos y siempre en marcha y a través de las ventanillas vi algunos ejemplares de caracara chimachima (Milvago chimachima, en portugués carrapateiro).

Hicimos una nueva parada, en esta ocasión para comer y descansar un poco. Antes de entrar con mis cuatro compañeros decidí, para variar, retrasarme y hacerles esperar unos segundos (bueno, tampoco me esperaron, entraron en el restaurante sin mí). El motivo: bimbar el canário da terra, nada más ni nada menos que el ¡saffron finch! El nombre en inglés (cuya traducción sería algo así como "pinzón de azafrán") me encanta. Su nombre en español es chirigüe azafranado.

Chirigüe azafranado, canário da terra verdadeiro, Sicalis flaveola.



Tras otro buffet libre, comunes en toda la geografía del estado, reemprendimos la marcha. Las observaciones de aves empezaban a sucederse una tras otra, pero la mayoría eran visiones fugaces desde el interior del coche. Así llegaron también el cuclillo canela (Coccyzus melacoryphus), el cardenal (Paroaria coronata) y el pirincho (Guira guira). Un Caracara sobrevoló la carretera frente a nosotros, a baja altura. Bimbo.

Cómo describir el momento en que vi ñandús... ¿alegría? ¿desesperación? Pasamos con el coche raudos a su lado y grité "¡ñandús!", pero aunque todos asintieron e incluso se levantaron de sus asientos, el vehículo no se detuvo ni redujo la velocidad. La necesidad de llegar puntuales a nuestro destino marcaba las preferencias a la hora de detenerse: comer, descansar... pero ver ñandús no era prioritario.

Ajá... así que a esto se referían cuando decían que no era un viaje ornitológico. Así que eso era lo que se sentía cuando eras el único ornitólogo en un grupo de cinco personas...

El ave de mayor tamaño que he visto en mi vida, en la que iba a ser su primera y única aparición durante nuestra odisea por el sur de Brasil (y seguramente la única observación de esta especie que haré en toda mi vida) tuvo que conformarse con ser inmortalizada con una foto tomada a través de las ventanillas del vehículo. Bimbo agridulce, ave maravillosa, tesoro de América.

Ñandú, ema, Rhea americana.



No puedo reprocharles nada a Óscar y Henrique por no parar. Se turnaron al volante durante los 4000 km que recorrimos en aquellos quince días, cambiaron sus vacaciones de verano por unas de invierno para poder estar con nosotros, nos habían preparado una ruta de ensueño, se habían ocupado de gestiones burocráticas y de reservar hoteles... No puedo más que estarles agradecido, ya solo por el hecho de que ellos, su familia y amigos y tanta gente maravillosa nos acogieran con toda la hospitalidad posible allí donde fuéramos.

Poco antes de llegar a São Miguel das Missões vi junto a la carretera, paradas en una rama en la penumbra, dos jacuguaçu, las pavas oscuras (Penelope obscura), y también varios rálidos que no pude identificar porque se escondían rápidamente a nuestro paso.

Frustrado, vi que nos deteníamos: por fin llegábamos. Y fue pisar tierra firme y pasear con prismáticos y se me pasaron todos los males. Hice por primera vez amistad con los horneros, ave bastante desconocida para mí hasta ese momento. ¿Qué era aquello? ¡Qué pajarillo, como correteaba frente a nosotros! Apenas se asustaba. Se limitaba a separarse unos pocos metros de nuestro andar. Parecía tener la cola rojiza.

Hornero común, joão de barro, Furnarius rufus.



São Miguel das Missões acoge las ruinas de la misión de San Miguel Arcángel, que datan de la primera mitad del siglo XVIII. Allí se rodó parte de la película La Misión en los años ochenta. Hoy día esas ruinas tienen ya casi 300 años y forman  parte del Patrimonio de la Humanidad declarado por la Unesco.

Cerca de la entrada un grupo de indios guaraníes ofrecían sus productos, recuerdos que vendían para subsistir. Pero ensimismado como estaba con los pájaros no me enteré de ello hasta que ya estuvimos de vuelta en el coche.

São Miguel das Missões.



Iré por orden. Tras aparcar vi algunos tipos de palomas, pero debía seguir a mi grupo de "no-ornitólogos", que ya se alejaba algunos metros, y me limité a tomar algunas fotos para identificarlas más tarde. Al momento comprendí que éste iba a ser el modus operandi: fotografiar para identificar en otro momento.

Sin embargo por razones prácticas voy a nombrar las especies en el momento de su aparición (y no cuando las identifiqué horas más tarde, sentado a una mesa con las guías de aves delante). No tendría ningún sentido hacerlo de otra manera.

Así puedo decir que las palomas eran zenaidas torcazas, muy comunes, como pude comprobar con el paso de los días. Frente a nosotros correteaba el ya mencionado hornero, y en las ruinas había posados algunos zopilotes negros. Otra ave común pero no por ello menos maravillosa era el bem-te-vi. Uno de ellos gritaba en un tejadillo cercano, y el parón de unos segundos que necesité para fotografiarlo me retrasó aún unos metros más respecto al grupo. Vi también alguna avefría tero (o como la llaman en Brasil, quero quero), zorzales chalchaleros y cotorras grises argentinas.

Zenaida torcaza, pomba de bando, Zenaida auriculata.


Bienteveo común, bem-te-vi, Pitangus sulphuratus.


Avefría tero, quero quero, Vanellus chilensis.


Zorzal chalchalero, sabiá poca, Turdus amaurochalinus.


Les alcancé y penetramos en las ruinas, entre las cuales paseaban apenas un par de visitantes. La verdad es que el sitio era sobrecogedor. Los siglos reposados en aquellas rocas teñían de silencio el ambiente. Pero ante tanto misticismo... yo seguía a lo mío.

Ruinas de San Miguel Arcangel, São Miguel Arcanjo.


Tras fotografiar al Bem-te-vi descubro que Henrique, Óscar, Pili y Sílvia se hayan lejos de mí.


Henrique, Óscar y Pili.


Sílvia.


¡Hostia! ¡Un ornitólogo! Ah, soy yo. La foto es de Sílvia. En la imagen estoy intentando retratar a los zopiletos negros.


Óscar y Henrique pasean entre las ruinas. Yo a lo mío, sigo intentado conseguir una buena imagen de los zopilotes.


¡Por fin! Zopilote negro, urubu preto, Coragyps atratus.


Otra pomba do bando, Zenaida auriculata.



Un pico captó mi atención. Lo fotografié y detecté un segundo ejemplar unos pocos metros más allá. Resultaron ser dos especies distintas. Me di cuenta entonces de que los bimbos estaban empezando a caer y de que podía disfrutarlos aunque fuera unos segundos. Respiré. Estaba en Brasil, con prismáticos y con aves increíbles frente a mí. Mi vida era maravillosa y nada podía salir mal.

- Ten cuidado si pisas entre las raíces que en Brasil hay serpientes peligrosas -me advirtió Óscar.
- Vaya por Dios...

Los picos eran bastante confiados pero el día nublado me impedía conseguir buenas imágenes. Tras perseverar un poco conseguí algo decente.

Carpintero manchado, picapauzinho verde carijó, Veniliornis spilogaster.



Carpintero real norteño, pica pau do campo, Colaptes melanochloros.


Historia y naturaleza se fusionaban de una manera muy bella. Fotos de Sílvia.






Picabuey, suiriri cavaleiro, Machetornis rixosa, ya fuera de las ruinas.



Regresamos al vehículo sin que nos picara ninguna serpiente y nos pusimos en camino hacia Crissiumal, donde íbamos a pernoctar. Aún estábamos algo lejos y tardamos bastante en llegar. Cuando lo hicimos una impresionante tormenta nos dio la bienvenida. Rayos y truenos cubrían el mundo, y vi que allí cuando llovía lo hacía con ganas. Pero aquello no desanimaba a los afables brasileños: ¡era la hora de la cena y tocaba rodizio de pizzas!

En la pizzería del pueblo los camareros traían viaje tras viaje porciones y porciones de las pizzas más variadas e inimaginables, desde las saladas hasta las más dulces.

Con el estómago bien lleno y bajo la oscuridad de la noche Óscar y Henrique nos hicieron un curioso tour nocturno con el coche por Crissiumal.

- Éste es el centro médico, ésta es la escuela, éste es el ayuntamiento, ésta es la funeraria de Talbani,  ésta...

Henrique no cesaba de enumerar lo que parecían todas y cada una de las casitas del pueblo, junto a las cuales pasaba raudo nuestro vehículo.

Por fin llegamos a su casa. Me tocó dormir en el sofá, que era comodísimo. Ya tumbado y a oscuras maquiné mi plan para la mañana siguiente.

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