Brasil 2017, quinta parte: vino, amatistas, indios guaraníes.

15 de agosto del 2017.

Recogimos todas nuestras cosas y dejamos el apartamento, pero antes de marcharnos fuimos a ver a Mauri para despedirnos. Vivía ella en una deliciosa casita situada en el fondo de un pequeño valle. Uno de los encantos de Crissiumal es que pasas en cuestión de segundos del casco urbano a la más salvaje naturaleza. Y es que para llegar a su casa descendimos por una sinuosa pista de tierra flanqueada por un frondoso y verde bosque, que dio paso a unos campos abiertos, diáfanos y frescos.

De haberlo sabido, probablemente el día anterior habría tomado esta ruta para buscar aves y no la carretera del río Uruguay. Sin embargo no sería justo decir que lamento aquella decisión después de los excelentes resultados que dio el paseo.

Mauri nos mostró parte de la casa y nos hizo pasar a través de una especie de cobertizo que guarecía el asador para la carne (Rio Grande do Sul es tierra de gauchos, de mate y de asados). Atravesamos una puerta y vimos los campos que había más allá. Mientras los demás hablaban, yo me fijé en un pequeño pájaro que me observaba desde la rama de un pequeño arbolito situado junto a mí. Era un chingolo común (Zonotrichia capensis), o como le llaman en Brasil, tico tico. Se trataba de mi primera observación confirmada del viaje (me había parecido verlo alguna vez yendo en coche los días anteriores pero esperé a que llegara el momento de verlo bien, y llegó).

Había dejado la cámara de fotos dentro del vehículo, craso error, y fui a por ella. Pero cuando regresé Mauri había cerrado la puerta del cobertizo. Todos seguían hablando, ajenos al pajarillo y a mi disimulado intento de retratarlo. Era lógico. Yo mismo no dedicaba el cien por cien de mi atención al ave, teniendo en cuenta que era una despedida y que probablemente no volveríamos a encontrarnos nunca más.

Y es que el adiós fue sentido. Aquella gente tan amable iba a quedar atrás, junto con Crissiumal, que tantas alegrías nos había dado en aquellas primeras jornadas.

Abandonamos definitivamente el pueblo y pusimos rumbo noreste. Óscar y Henrique nos llevaban a visitar unas bodegas de lo más peculiares: se hallaban asentadas en unas grutas de las que se había extraído amatista años atrás. La amatista es una variedad violeta del cuarzo, una piedra muy espectacular y que puede alcanzar tamaños considerables. Las bodegas presentaban aún numerosos restos minerales, algunos aprovechados incluso como mobiliario, y esta combinación resultaba en una llamativa y bella atracción para los turistas. Se hallaban estas bodegas cerca de un pueblo cuyo nombre lo decía todo: Ametista do Sul.

Para llegar hasta allí pasamos por Frederico Westphalen, una próspera y pequeña ciudad, o un pueblo grande, como queramos. A sus afueras, desde el coche realicé el segundo bimbo del día: por fin pude confirmar la garceta nívea, que ya me había parecido ver en días anteriores. Me hizo especial ilusión porque era una de las pocas aves que conocía de América, y siempre es más agradable conocer una especie e identificarla en directo que hacerlo a posteriori a través de fotos y con una guía en la mano. Además, me encanta como suena su nombre en latín: Egretta thula. Hacía años que pensaba en esta ave y fue un placer conocerla en persona. Mucho gusto, señora garceta.

Llegamos a Ametista do Sul y encontramos las bodegas y las cuevas. Para visitarlas hay que pasar antes por recepción, un pequeño edificio en el que se venden los distintos vinos criados allí. Antes de comenzar la visita nos proporcionaron unos cascos para protegernos de posibles golpes en la cabeza. Teníamos un aspecto pintoresco. Parecíamos profesionales de algo.

Una chica nos guió fuera del edificio y nos condujo hasta la entrada de la cueva, situada muy cerca, en la  base de una ladera. Antes de entrar sin embargo miré al cielo. Una rapaz se remontaba en círculos sobre nosotros. Mis compañeros se internaban ya con rapidez en las profundidades de la tierra y no era cuestión de hacerlos esperar. Disparé la cámara con la esperanza de identificar al ave más adelante, cosa que conseguí.

Busardo caminero, Rupornis magnirostris



La visita a la cueva fue muy interesante, tanto por el interés mineralógico como por los vinos, y aunque los cinco amamos este brebaje, quizá lo fue especialmente más para Óscar, que es enólogo, y para Sílvia: no en vano corre por sus venas sangre del Penedès.














Tras la visita pudimos disfrutar de una cata de distintas variedades. Nos ofrecieron probar un tinto y aceptamos. Estaba bastante bueno. Yo pensaba en los pájaros de fuera, pero acepté una segunda copa, esta vez de un rosado. ¿Desean probar este otro también? Venga. Distintos brebajes fueron circulando frente a nosotros. Llenar. Vaciar. Lavado. Llenar. Vaciar. Lavado. ¿Otro más?

El asunto se resolvió con la compra de algunas botellas.

Salimos al exterior y me pareció que veía el mundo con otros ojos. Como mínimo ya no me parecía tan malo haber perdido algunos minutos con aquella cata. Tal vez viera el doble de pájaros ahora, jaja. Pero la triste realidad es que en no se movía gran cosa ni por el cielo, ni por los árboles, ni por los campos. De hecho no había nada.

Fuimos a comer al pueblo. Aparcamos frente a un self-service, como no podía ser de otra manera, y entramos para coger mesa. Dejé en el coche los prismáticos y la cámara de fotos, con la intención de no abusar de la paciencia de mis compañeros. Mi decisión era firme. Tenía que olvidarme de los pájaros durante un buen rato y comer tranquilo.

Tardé aproximadamente un par de minutos en pedirle a Óscar la llave del vehículo para ir a buscarlos: unas golondrinas se habían posado en unos cables justo enfrente del restaurante. Con el plato rebosante de comida, sentado en mi silla y sintiéndome un poco culpable, alcé la cámara para inmortalizar a aquellas preciosidades. Noté las miradas de mis no-ornitólogos compañeros pero apenas protestaron. Apenas.

Me pedí una cerveza para beber. Un poco (más) de alcohol siempre anima el espíritu.

¡Bimbo! Golondrina pechigrís, Progne chalybea







Tras comer fuimos de compras. ¿A buscar prismáticos nuevos? ¡Bieeen, bieeen! Ah, pues no. ïbamos a comprar piedras. ¿Habrá pájaros dentro de las tiendas? No, no los había, al menos no vivos y emplumados. En el pueblo vendían amatistas por todas partes, había auténticos supermercados de minerales en los que se vendían llaveros, piedras de todos los tamaños y formas, columnas, fuentes de agua, esculturas, murales, incluso bolígrafos y todo tipo de objetos construidos con amatistas. Pájaros de amatista también.

Compré un par de souvenirs, para que no se diga que los ornitólogos no enriquecemos a la población allí donde vamos. Bueno, lo cierto es que les había prometido a unas amigas que les llevaría un recuerdo de Brasil, y aquel parecía el momento y el lugar adecuado para su búsqueda.

La siguiente parada era la iglesia de São Gabriel, famosa por tener en su interior las paredes totalmente recubiertas de...

...en efecto, de amatistas.

Sin embargo cobraban por acceder a ella y el precio nos pareció excesivo. Nos conformamos pues con verla desde fuera. Podríamos haber pagado con cualquier amatista hallada en el suelo, pero no, querían dinero de curso legal, vaya por dios.

Óscar y la iglesia de São Gabriel



Abandonamos Ametista do Sul y continuamos rumbo norte, con la intención de dejar el estado de Rio Grande do Sul y entrar en el de Santa Catarina. Queríamos llegar a Jardinópolis, donde debíamos dormir. Sin embargo no fue fácil llegar hasta allí.

La frontera entre ambos estados no es otra que el río Uruguay. Nos dirigíamos a un puente para cruzarlo pero no lo conseguimos. ¿El motivo? Una larga cola de vehículos estaba detenida en la carretera.

Tras un buen rato parados decidimos investigar un poco. El sol caía con mucha fuerza y quemaba. Hacía calor. Sílvia y Pili fueron a ver qué pasaba. Óscar y Henrique fueron a guarecerse bajo la sombra de un árbol cercano. Mientras, yo me quedé junto al vehículo para vigilarlo. Era mentira. En realidad lo que quería vigilar eran los bosquecillos cercanos y las laderas escarpadas situadas más allá. Sin embargo solo un grupo de urubus se atrevía a pasearse bajo el ardiente sol.




Pili y Sílvia regresaron. Resultó que los indios guaraníes habían cortado el paso provocando un gran atasco. Era su manera de protestar para reclamar más derechos.

Vimos que algunos coches giraban hacia el carril contrario para regresar por donde habían venido. Habían pasado dos horas desde que dejamos Ametista do Sul cuando finalmente hicimos lo mismo. Dimos media vuelta y buscamos otro paso. Tras unos cuantos kilómetros y algo de investigación hallamos la manera de cruzal el río: una balsa que cruzaba de Vicente Dutra a Mondaí, bastante más al oeste del punto que buscábamos inicialmente. Esto nos desviaba de la ruta más rápida para llegar a Jardinópolis.

Llegamos al paso más de tres horas después de dejar Ametista do Sul. Mientras esperábamos nuestro turno para subir a la balsa vi algo. ¡Pájaros, por fin! Lástima que se tratasen de gallinas. Las fotografié. Veíamos gallinas a menudo en los arcenes de las carreteras, una imagen habitual en el sur de Brasil. Sílvia y Pili descubrieron por qué. Al parecer los camiones perdían grano a su paso y las aves se aprovechaban de ello.

Un urubu de cabeza roja me miró con cara de aburrimiento. Una cara de aburrimiento muy roja.








Desde la balsa pude fotografiar un cormorán neotropical o cormorán biguá (Phalacrocorax brasilianus). Ya había visto uno desde el coche, a través de la ventanilla, un cormorán que sobrevolaba el río en la distancia, pero esta observación era la buena, con foto incluida. Cuarto bimbo del día, tras el tico tico, la Egretta thula y las golondrinas.










Atravesado el río, no nos quedó más que conducir hasta Jardinópolis, adonde llegamos ya de noche. Pocos kilómetros antes de llegar una gran rapaz nocturna cruzó frente a nosotros. Pero fue imposible identificarla. No fue más que una sombra y como mucho puedo conjeturar su tamaño, algo mayor que el de una lechuza común.

En Jardinópolis nos acogió en su casa Valmor y su maravillosa familia. Tras unas cervezas heladas (¡las conservan a un par de grados bajo cero!) y una opípara cena nos fuimos a descansar, instalados en lo alto de una colina con vistas increíbles, un paraje de ensueño.

Bona nit i a dormir...


Fotos de Sílvia:


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