Brasil 2017: budismo

23 de agosto del 2017

Me levanté un poco antes de que lo hicieran mis amigos. El apartamento en el que habíamos pasado la que fue nuestra única noche en Capão de Canoa tenía un ventanal enorme y maravilloso orientado hacia el océano Atlántico y a muy pocos metros de la playa, en primera línea de costa. Ese fue el motivo de que madrugara.

Armado de mis prismáticos y mi cámara de fotos disfruté de una espectacular salida de sol y además bimbé un ave totalmente inesperada para mí, un viejo olvidado de mis primeros tiempos hojeando la Peterson treinta años atrás: el archibebe patigualdo grande (Tringa melanoleuca). Otras especies que me despertaron mejor de lo que cualquier café habría hecho fueron la gaviota cocinera (Larus dominicanus), el ostrero pío americano (Haematopus palliatus) y la garceta nívea (Egretta thula), aunque ninguna de estas aves era bimbo porque a aquellas alturas yo ya era todo un megaexperto en avifauna brasileña. También vi cormoranes, zenaidas, bienteveos... ¡Ja! ¡De siete especies ya sólo una era nueva!


Archibebe patigualdo grande - Tringa melanoleuca


No podía deprimirme por los pocas aves que veía. Me chiflaba el archibebe y me chiflaba el Atlántico. La apariencia era la misma que la del mar Mediterráneo, pero no era un mar, era un gran océano visualizado desde el hemisferio sur. El sol se paseaba por el cielo por una latitud norteña en lugar de por una latitud sureña, como ocurre en Europa. El mundo había cambiado y sin embargo estos pequeños detalles parecían escapárseles a los humanos.

Todos con Marta.

Tras un estupendo desayuno que nos ofreció Marta nos despedimos de ella y reempredimos la marcha en dirección sur. Poco a poco nos íbamos aproximando al destino final de nuestro viaje, Porto Alegre, allí donde empezó todo. Se cerraba, literalmente, el círculo, pero antes de llegar hasta allí íbamos a dar un pequeño rodeo para disfrutar de una jornada muy especial.

La carretera se alejó de la costa. Atravesó marismas y grandes planicies rotas por bosquecillos. Desde el coche, a toda velocidad, vi un ave que buscaba con ansia, y aunque el avistamiento fue muy breve, la calidad del mismo me permitió identificar la especie: una monjita blanca (Xolmis irupero) se hallaba parada de espaldas en una valla de alambre junto a la carretera y nos prestó una mínima atención cuando pasamos junto a ella. Se repetían mis sentimientos bipolares: alegre por bimbar, triste por no disfrutar de la observación.

Nos adentramos unos cien kilómetros hacia el interior, sin salir del estado de Rio Grande do Sul -no olvidemos que Brasil es un país gigantesco- para visitar el templo budista Chagdud Gonpa Khadro Ling, en Três Coroas.

La entrada era un pórtico al modo de Jurassic Park pero con interfono incluido. Henrique, que iba al volante, bajó la ventanilla del conductor y pulsó el botón. Una voz muy seria preguntó nuestras intenciones. Al descubrir que queríamos visitar el poblado nos permitieron el acceso con dos condiciones: en primer lugar debíamos ver un vídeo informativo en la casita que hacía de recepción; por otro lado nos pidieron que respetáramos las normas del lugar: no gritar, no acceder a los espacios prohibidos, etc.

Chagdud Gonpa es un lugar impresionante. Situado en lo alto de una montaña, muestra en una superficie no muy extensa unos edificios llenos de colorido y unos jardines preciosos. Algunas aves se mueven a sus anchas sin ser perturbadas, al igual que los canes que pululan sueltos. Cariñosos y confiados, se nota que sólo reciben amor.

Mientras contemplaba aquel lugar no pude más que sentir admiración y un sumo respeto ante aquellas personas que habían decidido dedicar su vida a causas tan nobles y pacíficas.

No podía faltar el tero-tero del día..

Me pueden. Es ver un perro y...

Dacnis cayana

Zonotrichia capensis

Abandonamos el templo y decidimos ir a comer. No había mejor sitio que el  Espaço Tibet, el primer restaurante tibetano que se creó en Brasil. Se trata de un lugar maravilloso, con un comedor espléndidamente decorado y con unos hermosos jardines por los que dar un breve paseo. Allí me entretuve un poco, buscando pájaros entre las araucarias.

Mientras me hallaba ahí fuera, de pie, esperando algún movimiento entre las ramas, alguien me saludó. Un señor de aspecto oriental quería saber si estaba contemplando los árboles. Le contesté que no, que buscaba aves.

Resultó que aquél hombre era Ogyen Shak, el fundador del restaurante. Su historia, plasmada en algunos carteles del jardín, era bastante impresionante: huyó de la ocupación del Tíbet por los chinos y cruzó el Pacífico para emprender aquella nueva aventura en Brasil.

Aquel amable tibetano me regaló como recuerdo una semilla de araucaria -una especie de gran piñón-, la cual conservo y, de hecho, tengo en estos momentos en mis manos mientras escribo estas líneas.

Me despedí de él y me uní a mis compañeros. Había hambre.

¿Qué decir de la comida? Una experiencia única. Estupendamente cocinados y armoniosamente presentados, uno tras otro iban apareciendo sobre nuestra mesa los platos que habíamos pedido.

Interior del restaurante.

En un momento dado fui al baño. En el pasillo que conducía hasta allí vi que habían colocado una gran pizarra para que los visitantes pudieran dejar con tiza unas palabras en ella, tal vez sus impresiones sobre el restaurante, o quizá un saludo, o puede que simplemente una firma. No pude resistirme y opté por dejar un dibujo. Así que cogí la tiza y tracé una gran Ardea cocoi, básicamente por dos motivos: porque era una de las especies que había podido observar por primera vez en mi vida durante el viaje, y porque era rápida de dibujar.

Regresé a la mesa y mis amigos fuero a ver el resultado. Les gustó. Yo, como buen ornitólogo, le veía varios fallos (como el penacho de la cabeza, demasiado largo). Pero no importaba. La intención no era presentarlo a un concurso si no plasmar en la pizarra nuestro saludo particular, en parte como agradecimiento al buen trato recibido. Aunque, por supuesto, un dibujo no pagaba la cuenta.

La siguiente etapa de nuestro viaje era Gramado, un municipio situado en una sierra de no mucha altitud pero que a mí me recordaba por su aspecto a una especie de pequeña Suiza, aspecto que denotaba claramente el origen centroeuropeo de muchos de los habitantes del estado más sureño de Brasil.

Desde la ventanilla del coche pude fotografiar varias mundos: al parecer, uno de los intereses turísticos del lugar eran los miniparques temáticos.

El mundo medieval

El mundo a vapor

No nos detuvimos de inicio en Gramado. Lo dejamos atrás porque, para alegría mía, dábamos prioridad al parque Estatal del Caracol, situado en el cercano municipio de Canela.

Muñecos de nieve bajo el sol

Dinosaurios y titanes

El mundo helado

El gran atractivo del parque del Caracol era una gran cascada que aparecía de la nada por la mata atlántica y se precipitaba pared abajo para seguir su curso bajo los árboles.

Mientras contemplaba aquella maravilla Henrique me señaló dos aves que sobrevolaban el valle situado frente a la cascada. Le agradecí el aviso porque se trataba de otro bimbo, uno que me encantó: Cyanocorax caeruleus, chara cerúlea en español, una preciosa ave parecida a una urraca azulada. Por el cielo volaban vencejos acollarados, Streptoprocne zonaris, y en los árboles cercanos revoloteaban dos ejemplares de Stephanoxis loddigesii, colibrí copetón sureño, emitiendo un característico reclamo, algo así como un "prrrt", mientras buscaban alimento en unas flores que crecían en los troncos de los árboles.

Cascada del Caracol

Sílvia parece contenta.

Siguiendo un sendero descubrí el río que acababa desembocando en la cascada (perdí de vista a mis amigos pero los tenía más o menos localizados). En las aguas nadaban varios ejemplares de Anas flavirostris, cerceta barcina. Me aproximé sigiloso y conseguí algunas imágenes aceptables.

Encontré a mis amigos. Me despedí de Caracol con avistamientos de coatíes y de un viejo conocido, el Turdus rufiventris.

Visitamos, ahora sí, Gramado. Durante unos minutos (no muchos, tampoco nos pasemos) me relajé. Dejé de ser Jordi el ornitólogo y me convertí en un turista más. Dimos paseos, hicimos varias fotos, tomamos chocolate... En aquellas fechas en Gramado se celebraba un festival de cine y las calles estaban engalanadas. Como he dicho, aquello parecía una pequeña Suiza. Nos llamó la atención el hecho de que, a pesar del calor que hacía, mucha gente vestía de invierno. Las mujeres llevaban abrigos y botas, e incluso algunas llevaban guantes y gorro.

Iglesias que no falten...

Así son los habitantes de Gramado.

Más iglesias... lo normal en Brasil, sean del tipo que sean.

En un parque dentro del mismo Gramado vimos estas grandes hormigas...

...y conseguí una foto de un vencejo que no pude identificar.


Oscurecía. Emprendimos el camino a Porto Alegre, a donde llegamos ya de noche. Cenamos en un Burger King. La gran capital iba a ser nuestra última parada del viaje, la ciudad dónde había comenzado todo días atrás.

Habíamos recorrido unos 3.000 km entre los estados de Rio Grande do Sul y Santa Catarina, y nuestro periplo terminaba.

Ocupamos nuestras habitaciones en el hotel y nos dormimos. A medianoche sería mi cumpleaños.

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