Búho nival

El 20 de noviembre de este año 2021 va a quedar bien grabado en mi memoria.

Una vez me hice 700 km de ida y 700 de vuelta para ver un Megaceryle alcion (con éxito) y en otra ocasión repetí la misma distancia para ver una Pagophila eburnea (con fracaso).

Llegó el momento que la humanidad llevaba esperando durante años. La paz había llegado a Ornitolandia, pero un acontecimiento inesperado sacudió sus cimientos. Oh, Excalibur, ¿eres tú el aliento del dragón? Muéstrame el camino de la gloria, quiero salir victorioso tras luchar en el campo de batalla y que se me abran las puertas del Valhalla. Quiero bimbar el búho nival.

Como es bien sabido, hace unos días aparecieron tres ejemplares de esta especie en la costa cantábrica. Uno de ellos murió en un centro de recuperación tras ser recogido muy débil. De los otros dos, el más accesible era el de Cabo Peñas, en Asturias. A pesar de que tuve mis dudas sobre la posiblidad de ir o no a verlo (por la incertudimbre de la observación tras una kilometrada tan grande) finalmente decidí ir para allá. Me acompañaron Salvador Cases y Arnau Guàrdia.

A las once de la noche del viernes día 19 se iniciaba en Barcelona nuestra aventura. Once horas y media después, tras 900 km en coche (con alguna parada para drogarnos con cafeína e incluso comer algo, porque a veces los ornitólogos comemos) nos plantamos en el Cabo Peñas.

Por muy dura que fuera la travesía, una vez allí olvidamos el cansancio, porque lo que vimos nos dejó atónitos. Nuestros ojos contemplaban una maravilla mundial.

No, no estábamos viendo el búho nival. Veíamos coches. Muchos. En un pequeño camino de tierra contamos cincuenta y dos vehículos aparcados y tras nosotros seguían llegando más. Yo coloqué el mío medio ladeado en la vegetación, como pude, sin pensar mucho (cosa que me pasa a menudo). Tras comprobar que no dificultaba el paso (y que tampoco iba a volcar para bajar rodando por los campos cercanos) nos pusimos a andar. Unos pocos cientos de metros nos separaban del orgasmo ornitológico. La ansiedad iba en aumento.

A la izquierda, fotógrafos. A la derecha, más lejos, muchos ornitólogos.

Bernat Iglesias, que había llegado poco antes que nosotros, me avisó por Whatsapp de lo que iba a encontrarme: dos grupos de personas bien diferenciadas (y separadas). Mientras los fotógrafos, de una forma éticamente cuestionable, cercaban al ave en la misma punta que había escogido para descansar, los ornitólogos esperaban observarlo desde un saliente paralelo desde el cual no se le molestaba. Por supuesto Bernat me aconsejó que me uniera al segundo grupo. El aliento del dragón no me permitió otra elección. El destino estaba escrito. Eso era ka.

Los buenos de la peli.

Llegamos hasta ellos. Encontré a Bernat; Arnau desapareció con unos amigos; Salvador permaneció con nosotros. Una vez definidos los grupos sociales y cumplidas las formalidades que requería tan exquisito evento de la alta sociedad, nos pusimos manos a la obra. Oscuros rumores decían que el búho había llegado volando temprano pero que nadie lo había visto desde entonces porque se hallaba oculto tras una roca (oh, mala suerte). La gente cuchicheaba, los presentes intercambiaban miradas de desconfianza y las acusaciones volaban. La tensión era evidente. Bisbitas de Richard, escribanos lapones, gaviotas argénteas... ¿qué clase de locura era aquella? Había que andarse con pies de plomo, cualquier gesto malinterpretado podía derivar en una masacre. En resumen, todas las miradas se dirigían hacia aquella roca.

Tras media hora de espera se oyeron gritos de exclamación. ¡Algo se veía! Se desató el fuego. Los telescopios disparaban misiles de admiración, las cámaras tronaban, los prismáticos refulgían. Ya era demasiado tarde para echarse atrás... Excitado, yo también sucumbí y miré por mi telescopio. ¡Sí! ¡Ahí estaba! Impresionante, espectacular. Durante unos segundos tras una roca se vió aproximadamente la mitad... de la mitad... de la cabeza del búho nival. Un ladito. Puede que hasta viera algo de un ojo...

No supe muy bien como reaccionar. ¿Lo había bimbado? ¿Eso era todo? Habría sido muy frustrante terminar así la observación. Lo habría sido, sí... si no fuera porque teníamos toooodo el día por delante. Allí seguimos, plantados con los telescopios, negándonos rotundamente a conformarnos con aquello. Queríamos más del búho. Vamos, vamos, plumífero, tú puedes hacerlo mejor... vamos buhito, dámelo todo...

Pasaron tres horas.

Tres

largas

horas

Los fotógrafos parecían estar peligrosamente cerca del punto donde supuestamente se hallaba el búho. Daba la impresión de que en caso de echar a volar no podría dirigirse directamente hacia el interior, hacia tierra firme, al estar la punta en la que se hallaba posado totalmente rodeada por el cordón de personas. Tal vez el ave se sintiera incómoda, tal vez se quedara oculta todo el día, asustada, intimidada.

Afortunadamente apareció caído del cielo un amable agente rural que, cual Gandalf, impidió el paso hacia el legendario animal. Clavó unas estacas y las unió mediante una cinta mágica creando así una barrera inquebrantable que ni las más poderosas hordas podrían atravesar. Los fotógrafos la respetaron y permanecieron tras ella. Se impidió así que nadie cayera en la tentación de aproximarse más al ave. Pero la distancia incluso me pareció poca.

Esto veíamos nosotros. La punta del búho estaba a unos doscientos metros. Se ve a los fotógrafos.

No voy a alargarme más. Finalmente nuestra paciencia fue recompensada. Tras mucho hacernos sufrir, el búho alzó su cabeza, estiró el cuello, nos miró. Esos ojos amarillos... Esos ojos han sido la estrella indiscutible durante toda la semana.

Bruuutaaaal... Uno de los mejores bimbos de mi vida. Búho nival, Bubo scandiacus.

Un buen bostezo


Qué difícil es hacerse una foto mirando al sol.

Yo no lo podía creer. Se me escapó alguna lagrimilla, cosa que pensé que a mí no me iba a ocurrir, pero el ave era tan impresionante que fue inevitable. Al mismo tiempo me quedé alucinado viendo a los fotógrafos que ni se inmutaban. Desde su posición el búho no era visible pero ellos sabían que nosotros lo estábamos viendo. Les daba igual. No querían verlo. Estaban situados de espaldas al sol, con la luz buena, y no pensaban moverse ahí. Solo querían conseguir la mejor foto posible. Si no era así, no les interesaba la observación en lo más mínimo. Me pareció un sacrilegio, pero... en fin, hay que respetar los gustos de cada uno.

Yo lo vi y además conseguí mis fotos. Habría querido más, verlo de cuerpo entero, pero me di por satisfecho. Ni quería molestar más al ave (una estupidez, tal vez, teniendo en cuenta el gentío que habría allí todo el día) ni quería ser avaricioso. A veces hay que aceptar lo que se te da, y lo que recibí fue mucho.

Claro que el hambre tal vez también tuviera algo que ver.

Aún entusiasmado (y aliviado por haber conseguido bimbar en condiciones) me despedí de Bernat y saludé a Mireia Lúa, quién poco antes había mostrado al búho en directo en su cuenta de Instagram. Salvador y yo nos fuimos a celebrarlo al restaurante Casa Paquín.

Comí estupendamente. Me pedí fabada, cachopo de ternera con jamón serrano, sidra para beber, y de postre tarta de queso. Alguien dijo que el cachopo de Casa Paquín era el mejor de Asturias. No diré que no, pero... ¡qué fabada!

Decidimos regresar inmediatamente a Catalunya. Ya llegaría el día en que pudiera visitar Asturias con más calma. Me llevé el recuerdo del búho nival, la fabada y el cachopo. Más partido a aquellas horas pasadas allí no le pude sacar.

Llegué a Ripollet a las 3.45 de la madrugada del domingo tras dejar a Salvador en su casa en Argentona (Arnau regresó en autobús con sus amigos). Habíamos recorrido 1961 km en total. Una auténtica paliza que gustosamente sufrí para bimbar una especie mítica.

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